đź’¬ El invierno de nuestro descontento se ha vuelto ya glorioso por este mes de mayo, y toda la desolaciĂłn que pesaba sobre nuestras almas yace en el fuego verde y esplendente de la primavera.
Somos los muertos, ¡ah! Tiempo ha que nos ahogamos, y ahora caminamos a tientas por los fondos marinos de un mundo sepultado. Somos los ahogados, nos arrastramos ciegos, caminamos a tientas, sin ojos y chupamos sin preocuparnos por nada. Nos agazapamos en las entrañas de la selva y desde allĂ saltamos, mientras los cielos inmensos y hĂşmedos se curvan sobre nosotros, desolados,y nuestra carne es gris.
Estamos perdidos, átomos sin ojos de las entrañas de la selva, caminamos a tientas, nos arrastramos y saltamos ciegos, solo con nuestras antenas: no tenemos otra forma.
No hay bicho viviente que conozca Brooklyn de cabo a rabo (solo los muertos conocen Brooklyn de cabo a rabo) porque hace falta toa una vida solo pa’ encontrar el camino, cuando anda uno por esa maldita ciudad (solo los muertos conocen Brooklyn de cabo a rabo, y hasta los muertos se enzarzan en porfĂas por cĂłmo está hecha esa telaraña de selvática desolaciĂłn que es Brooklyn de cabo a rabo).
AsĂ que, como iba diciendo: estoy esperando que llegue mi tren cuando veo a ese tĂo grande como mayo ahĂ plantao, y me doy cuenta de que es la primera vez que le oteo. Bueno… tiene pinta de desquiciao, ya sabes, y veo que se ha puesto bien, pero bien, bien… aunque todavĂa se tiene derecho. No habla mal del todo y anda sin tambalearse. Y de pronto va el tĂo y se topa con otro, más chico que Ă©l, que está plantao más alante y le dice: ¿CĂłmo ala Dieciocho con calle Sesenta y Siete?
–JosĂşs… –dice el pequeño–. Pues ahĂ me ha pillao, jefe. No llevo aquĂ mucho tiempo. ¿AdĂłnde va? ¿A algĂşn sitio de Flatbush o por ahĂ?
–Nah –replica el grandĂłn–. Voy a Bensonhoist, pero no he estao por allĂ en mi vida. ¿CĂłmo se va?
–JosĂşs… –dice el pequeño rascándose la cabeza, ya sabes: está claro que el canijo no tiene ni idea de cĂłmo se va–. Me ha pillao, jefe. No lo he oĂdo en mi vida. ¿SabĂ©is alguno dĂłnde está eso? –pregunta el tĂo, dirigiĂ©ndose a mĂ
–Pues claro –digo–. Está en Bensonhoist. Coja ustĂ© el expreso de la Cuarta, se baja en la calle Cincuenta y Nueve, cambia al local de Sea Beach y baja en la Dieciocho con calle Sesenta y Tres; luego baja caminando cuatro manzanas y ya está.
–¡Gowan! –sale un enterao que no he visto en mi vida–. ¿Pero quĂ© dices? –dice el enterao, mira tĂş quĂ© listo, mira–. ¡Pero este tipo está loco! Yo le digo cĂłmo ir –le dice al grandĂłn–: Hace ustĂ© transbordo en la Treinta y Seis y coge la lĂnea de West End –le explica–. Se baja en Noo Utrecht con la avenida DiecisĂ©is –dice–. Y camina dos manzanas… no algo más, cuatro manzanas. Y ya está.
Vaya, un tĂo listo, sĂ, ya sabes.
–¿Ah, sĂ? –salto yo–. ¿Y tĂş cĂłmo sabes todo eso? –me cabreo porque sabe mucho, y le digo–: ¿Cuánto tiempo llevas viviendo aquĂ?
–Toa mi vida –dice–. NacĂ en Williamsburg… asĂ que te puedo decir cosas de este pueblo que tĂş ni has oĂdo en tu vida.
–¿Ah, sĂ? –digo.
–Pues sĂ –dice.
–Bien, pues nada. Entonces me puedes contar cosas de este pueblo que naide sabe –digo–. Igual te las has inventao todas tĂş solito antes de irte a dormir… Las has montao como si fueran muñequitas de papel, o cosas de esas.
–¿Ah, sĂ? –dice–. Te crees muy listo, ¿no?
–Pues no sĂ© quĂ© decirte –digo–.TodavĂa no han usao mi cabeza para la estatua de Lincoln. Pero soy lo bastante listo para distinguir a un chulo cuando lo tengo delante.
–¿Ah, sĂ? –dice–. Te crees muy listo, ¿verdad? Bueno. Tan listo que alguno te va a meter una en los morros cualquier dĂa, sĂ. AsĂ de listo eres.
Bueno, porque ya llegaba mi tren, que si no le hubiera metido una allĂ mismo, pero cuando vi que venĂa el tren lo Ăşnico que le dije fue:
–Venga, majo, con Dios. Siento mucho no poder quedarme a cuidar de ti, pero ya nos veremos, espero. En el cementerio.
Y entonces le digo al tiarrĂłn, que se habĂa quedado allĂ parao to’l tiempo:
–Venga ustĂ© conmigo.
Y cuando subimos al tren, le digo:
–Iba ustĂ© a Bensonhoist, ¿no? ¿QuĂ© nĂşmero busca? –le pregunto: pensĂ© que si me daba la direcciĂłn exacta podrĂa echarle una mano.
–Ah –dice el tĂo–. No busco a nadie. No conozco a nadie de allĂ.
–¿Entonces a quĂ© va? –le digo.
–Ah, pues… A ver la zona –dice el tĂo–. Me gusta cĂłmo suena… Bensonhoist, ya sabe. Y se me ha ocurrido ir a echar un vistazo.
–¿Se está quedando conmigo? –le digo–. ¿Me está tomando el pelo, o quĂ©?
Me parecĂa que el tipo se estaba pasando de listo.
–No –dice–. Le digo la verdá. Me gusta ir a dar una vuelta por sitios con el nombre bonito, como ese. Me gusta salir a ver todo tipo de sitios.
–¿Y cĂłmo ha sabido que habĂa un sitio que se llamaba asĂ –le digo– si no ha ido nunca?
–Ah –dice–. Tengo un mapa.
–¿Un mapa? –digo.
–¡Pues claro! –dice–. Tengo un mapa donde salen todos estos sitios… Lo llevo siempre que salgo.
¡JosĂşs! Y con las mismas va el tĂo y se saca el mapa del bolsillo y, perdĂłname, asĂ como te lo digo: ¡que lo lleva ahĂ, no se lo ha inventao!… Un mapa grande como mayo de todo este puñetero sitio, con todos los caminos pintados. Marcados, no sĂ© si me entiendes… Canarsie, todo el este de Nueva York, Flatbush, Bensonhoist, Brooklyn sur, los Heights, Bay Ridge, Greenpernt… Todo el puñetero dibujo. Lo tiene todo pintao ahĂ, en el mapa.
–¿Y ha estao ustĂ© en todos esos sitios? –le digo.
–Pues claro –dice–. He estado en la mayorĂa. Anoche mismo fui a Red Hook.
–¡JesĂşs! ¡A Red Hook! –digo–. ¿Y quĂ© pintaba ustĂ© allĂ?
–Ah, no mucho –dice–. Estuve caminando un poco. Fui a un par de sitios y me tomĂ© una copa, pero la mayor parte del tiempo estuve caminando.
–¿Caminando y ya está? –digo.
–Claro –dice Ă©l–. Mirando las cosas… Ya sabe.
–Pero ¿adĂłnde fue? –le pregunto.
–Ah, pues… No sĂ© cĂłmo se llama el sitio, pero lo encontrĂ© en el mapa –dice–. Una vez iba andando por unos campos enormes donde no habĂa casas, pero veĂa los barcos todos iluminados. Estaban cargando. AsĂ que a veces tambiĂ©n ando por el campo, hasta donde los barcos.
–Claro –digo yo–. Ya sĂ© dĂłnde estuvo ustĂ©. Estuvo en Erie Basin.
–Eso –dice–. AhĂ tuvo que ser. Tienen unas grĂşas y unos elevadores grandĂsimos… Y estaban cargando los barcos. Vi algunos en el dique seco, todos iluminados, asĂ que crucĂ© por el campo y fui hasta allĂ.
–¿Y luego quĂ© hizo?
–Ah, poca cosa –dice–. RegresĂ© por los campos al rato. Me metĂ en un par de sitios a tomar una copa.
–¿Y no pasĂł nada mientras estuvo ustĂ© allĂ? –le pregunto.
–No, no pasĂł gran cosa –dice–. Un par de tipos se mamaron en un garito y empezaron a pegarse. Los echaron, y luego uno de ellos quiso volver a entrar y el del bar sacĂł un bate de bĂ©isbol de debajo del mostrador y el tĂo se fue.
–¡JosĂşs! –digo yo–. ¡Red Hook!
–Claro –dice–. AllĂ fue.
–Tiene ustĂ© que alejarse de ese sitio –le digo–. No vaya por allĂ.
–¿Por quĂ©? –dice–. ¿QuĂ©passa?
–Bueno, pues que es mejor no acercarse a ese sitio. Es un sitio al que no hay que ir.
–¿Por quĂ©? –dice–. ¿Por quĂ© es mejor no ir?
¡JosĂşs! ¿QuĂ© hace uno con un tĂo tan tonto? Ya vi que no servĂa de nada decirle las cosas, no sabĂa de quĂ© le hablaba. AsĂ que le dije:
–Nada, nada. Que se podrĂa perder ustĂ© por allĂ.
–¿Perderme? –dice–. No, perderme no me pierdo. Tengo un mapa.
¡Un mapa, dice! ¡Que fue a Red Hook! ¡JosĂşs!
AsĂ que el tĂo me empieza a preguntar todo tipo de cosas, de las más locas: que cĂłmo es de grande Brooklyn, que si yo no me pierdo cuando voy por ahĂ, que cuánto tarda uno en conocer la zona…
–¡Oiga! –le digo–. ¿Eso se le ha ocurrido a ustĂ© solito, ahora mismo? Uno nunca conoce Brooklyn del todo. Ni en un centenar de años. Yo llevo viviendo aquĂ toda mi vida y no conozco todo lo que hay que conocer, asĂ que, ¿cĂłmo quiere ustĂ© conocerlo entero, si ni siquiera vive aquĂ?
–SĂ –dice–, pero yo tengo un mapa que me ayuda a encontrar el camino.
–Ni con mapa ni sin mapa va ustĂ© a conocer Brooklyn. QuĂ© mapa ni quĂ© niño muerto…
–¿Sabe ustĂ© nadar? –me suelta de pronto, como el que no quiere la cosa. ¡JosĂşs! Yo ya habĂa pensado que el tĂo estaba un poco p’allá. HabĂa bebido bastante, desde luego, pero la locura se le veĂa en los ojos. Y no me gustaba. Y me lo repite:
–¿Sabe ustĂ© nadar?
–Claro –digo–. ¿Y ustĂ©?
–No –dice–. Una o dos brazadas na más. No aprendĂ bien.
–Buah, es fácil –digo–. No hace falta más que un poco de confianza. Si le digo cĂłmo aprendĂ yo… Mi hermano mayor me tirĂł del embarcadero un dĂa, tendrĂa yo ocho años. Con ropa y todo. «Ya verás cĂłmo nadas, ya. Ya lo creo que nadas», dijo mi hermano. «O nadas o te ahogas». Y crĂ©ame que nadĂ©, ya lo creo que nadĂ©. Cuando tiĂ©s que hacer algo, lo haces. Y una vez que has aprendido, ya no te tiĂ©s que preocupar de más. Y no se olvida. Es algo que no se olvida en los dĂas de tu vida.
–¿Y nada ustĂ© bien? –me dice.
–Como un pez –le digo–. Soy como un pez en el agua. AprendĂ a nadar en el embarcadero, con los demás chavales.
–¿Y quĂ© harĂa ustĂ© si viera a un hombre que se está ahogando? –dice el tĂo.
–¿Que quĂ© harĂa? Pues hombre, echarme al agua y sacarle – digo–. A ver quĂ© iba a hacer…
–¿Alguna vez ha visto ahogarse a un hombre? –dice.
–Claro –digo–. A dos tĂos. Y las dos veces fue en Coney Island. Se fueron muy lejos y ninguno sabĂa nadar. Se ahogaron antes de que pudieran sacarlos.
–¿QuĂ© pasa con la gente cuando se ahogan aquĂ? –dice.
–¿Cuándo se ahogan dĂłnde? –digo.
–AquĂ, en Brooklyn.
–No sĂ© quĂ© quicir ustĂ© –le digo–. No he oĂdo nunca que se haya ahogao nadie aquĂ en Brooklyn. Como no sea en una piscina… En Brooklyn no se puede ahogar uno. Tiene que ser en otro sitio. En el ocĂ©ano, que hay agua.
–Ahogados –dice el tĂo mirando el mapa–. Ahogados…
¡JosĂşs! Entonces me di cuenta de que estaba loco de atar. TenĂa en los ojos esa mirada de loco, que… no sabĂa quĂ© podrĂa hacerme. Estábamos llegando a una estaciĂłn, y no era mi parada. Pero me bajĂ© a esperar al siguiente tren.
–Bueno, jefe. Hasta otra –le digo–. Y ahora tĂłmeselo con calma, ¿eh?
–Ahogados –dice el tĂo mirando el mapa–. Ahogados.
¡JosĂşs! He pensado en ese tipo lo menos mil veces desde entonces. No sĂ© por quĂ© me dio por ir con Ă©l a Bensonhoist solo porque al tĂo le gustĂł el nombre. Un tĂo que iba solo por Red Hook, andando, por la noche, mirando ese mapa… ¿Que cuánta gente habĂa visto ahogarse en Brooklyn? ¿QuĂ© cuánto tardarĂa en ver un tĂo con un mapa todo lo que habĂa que ver en Brooklyn?
¡JosĂşs! ¡QuĂ© guillao estaba! ¿QuĂ© habrá sido de Ă©l? No tengo ni idea. Le habrán dao un golpe en la cabeza, o seguirá dando vueltas en el metro en plena noche con su mapa. Pobre diablo. ‘Amos que cuando me acuerdo… Tengo que reĂrme. A lo mejor ya se ha dao cuenta de que no vivirá lo suficiente para conocer todo Brooklyn. A cualquiera le llevarĂa toda la vida conocer Brooklyn de cabo a rabo. Y ni aun asĂ. Ni por esas conoce uno Brooklyn del todo.
Solo los muertos conocen Brooklyn del todo.
Solo los muertos conocen Brooklyn (Only the Dead Know Brooklyn)
THOMAS WOLFE - La Vanguardia - traducciĂłn Amelia PĂ©rez de Villar.
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