El señor Gómez era un hombre metódico y ordenado. Todo en su casa tenía un lugar preciso, desde los zapatos hasta los libros. Una tarde, mientras paseaba por la librería, se topó con un volumen antiguo y polvoriento. Era un diccionario, un ejemplar descomunal que abarcaba todas las palabras del idioma español. El precio era exorbitante, pero el señor Gómez no pudo resistir la tentación. Comenzó a leerlo con avidez, devorando palabras y significados. Descubría nuevos mundos con cada página, exploraba rincones insospechados del lenguaje. A medida que avanzaba en su lectura, el señor Gómez se transformaba. Su discurso se volvía más preciso, sus ideas más claras. Se convirtió en un maestro de la palabra, capaz de expresar con exactitud los más complejos pensamientos. Sin embargo, algo extraño comenzó a suceder. El señor Gómez se obsesionó con el diccionario. Pasaba horas encerrado en su estudio, consultando cada palabra que escuchaba o leía. Se aislaba de sus amigos y familiares, obsesionado con la búsqueda de la perfección lingüística. Un día, el señor Gómez se percató de que ya no podía comunicarse con los demás. Las palabras se habían convertido en meras abstracciones, sin significado real para él. Había perdido la capacidad de expresar sus emociones, de compartir sus ideas. 

El diccionario lo había convertido en un prisionero del lenguaje. Desesperado, el señor Gómez arrojó el diccionario al fuego. Las llamas lo devoraron en cuestión de segundos, reduciéndolo a cenizas. El señor Gómez observó las cenizas con una mezcla de tristeza y alivio. Había perdido su tesoro, pero también había recuperado su libertad.