LA TIENDA DE MUÑECOS

No sé cuándo, dónde ni por quién fue escrito el relato titulado «La Tienda de Muñecos». Tampoco sé si es simple fantasía o si es el relato de cosas y sucesos reales, como afirma el autor anónimo; pero, en suma, poco importa que sea incierta o verídica la pequeña historieta que se desarrolla en un tenducho. La casualidad pone estas páginas al alcance de mis manos, y yo me apresuro a apoderarme de ellas. Helas aquí:

LA TIENDA DE MUÑECOS

«No tengo suficiente filosofía para remontarme a las especulaciones elevadas del pensamiento. Esto explica mis asuntos banales y por qué trato ahora de encerrar en breves líneas la historia —si así puede llamarse— de la vieja Tienda de Muñecos de mi abuelo, que después pasó a manos de mi padrino, y de las de este a las mías. A mis ojos posee esta tienda el encanto de los recuerdos de familia; y así como otros conservan los retratos de sus antepasados, a mí me basta, para acordarme de los míos, pasear la mirada por los estantes donde están alineados los viejos muñecos, con los cuales nunca jugué. Desde pequeño se me acostumbró a mirarlos con seriedad. Mi abuelo, y después mi padrino, solían decir, refiriéndose a ellos:

—¡Les debemos la vida!

No era posible que yo, que les amé entrañablemente a ambos, considerara con ligereza a aquellos a quienes adeudaban el precioso don de la existencia.

Muerto mi abuelo, mi padrino tampoco me permitió jugar con los muñecos, que permanecieron en los estantes de la tienda, clasificados en orden riguroso, sometidos a una estricta jerarquía, y sin que jamás pudieran codearse un instante los ejemplares de diferentes condiciones: ni los plebeyos andarines que tenían cuerda suficiente para caminar durante el espacio de un metro y medio en superficie plana, con los lujosos y aristocráticos muñecos de chistera y levita que apenas si sabían levantar con mucha gracia la punta del pie elegantemente calzado. A unos y otros mi padrino no les dispensaba más trato que el imprescindible para mantener la limpieza en los estantes donde estaban ahilerados. No se tomaba ninguna familiaridad ni se permitía la menor chanza con ellos. Había instaurado en la pequeña tienda un régimen que habría de entrar en decadencia cuando entrara yo en posesión del establecimiento, porque mi alma no tendría ya el mismo temple de la suya y se resentiría visiblemente de las ideas y tendencias libertarias que prosperaban en el ambiente de los nuevos días.

Por sobre todas las cosas, él imponía a los muñecos el principio de autoridad y el respeto supersticioso al orden y las costumbres establecidas desde antaño en la tienda. Juzgaba que era conveniente inspirarles temor y tratarlos con dureza a fin de evitar la confusión, el desorden, la anarquía, portadores de ruina así en los humildes tenduchos como en los grandes emporios. Hallábase imbuido de aquellos erróneos principios en que se había educado y que procuró inculcarme por todos los medios; y viendo en mi persona el heredero que le sucedería en el gobierno de la tienda, me enseñaba los austeros procederes de un hombre de mando. En cuanto a Heriberto, el mozo que desde tiempo atrás servía en el negocio, mi padrino le equiparaba a los peores muñecos de cuerda y le trataba al igual de los maromeros de madera y los payasos de serrín, muy en boga entonces. A su modo de ver, Heriberto no tenía más seso que los muñecos en cuyo constante comercio había concluido por adquirir costumbres frívolas y afeminadas, y a tal punto subían en este particular sus escrúpulos, que desconfiaba de aquellos muñecos que habían salido de la tienda alguna vez, llevados por Heriberto, sin ser vendidos en definitiva. A estos desdichados acababa por separarlos de los demás, sospechando tal vez que habían adquirido hábitos perniciosos en las manos de Heriberto.

Así transcurrieron largos años, hasta que yo vine a ser un hombre maduro y mi padrino un anciano idéntico al abuelo que conocí en mi niñez. Habitábamos aún la trastienda, donde apenas si con mucha dificultad podíamos movernos entre los muñecos. Allí había nacido yo, que así, aunque hijo legítimo de honestos padres, podía considerarme fruto de amores de trastienda, como suelen ser los héroes de cuentos picarescos.

Un día mi padrino se sintió mal.

—Se me nublan los ojos —me dijo— y confundo los abogados con las pelotas de goma, que en realidad están muy por encima.

—Me flaquean las piernas —continuó, tomándome afectuosamente la mano— y no puedo ya recorrer sin fatiga la corta distancia que te separa de los bandidos. Por estos síntomas conozco que voy a morir, no me prometo muchas horas de vida y desde ahora heredas la Tienda de Muñecos.

Mi padrino pasó a hacerme extensas recomendaciones acerca del negocio. Hizo luego una pausa durante la cual le vi pasear por la tienda y la trastienda su mirada, ya próxima a extinguirse. Abarcaba así, sin duda, el vasto panorama del presente y del pasado, dentro de los estrechos muros tapizados de figurillas que hacían sus gestos acostumbrados y se mostraban en sus habituales posturas. De pronto, fijándose en los soldados, que ocupaban un compartimiento entero en los estantes, reflexionó:

—A estos guerreros les debemos largas horas de paz. Nos han dado buenas utilidades. Vender ejércitos es un negocio pingüe.

Yo insistía cerca de él a fin de que consintiera en llamar médicos que lo vieran. Pero se limitó a mostrarme una gran caja que había en un rincón.

—Encierra precisamente cantidad de sabios, profetas, doctores y otras eminencias de cartón y profundidades de serrín que ahí se han quedado sin venta y permanecen en la oscuridad que les conviene. No cifres, pues, mayores esperanzas en la utilidad de tal renglón. En cambio, son deseables las muñecas de porcelana, que se colocan siempre con provecho; también las de pasta y celuloide suelen ser solicitadas, y hasta las de trapo encuentran salida. Y entre los animales —no lo olvides—, en especial te recomiendo a los asnos y los osos, que en todo tiempo fueron sostenes de nuestra casa.

Después de estas palabras mi padrino se sintió peor todavía y me hizo traer a toda prisa un sacerdote y dos religiosas. Alargando el brazo, los tomé en el estante vecino al lecho.

 —Hace ya tiempo —dijo, palpándolos con suavidad—, hace ya tiempo que conservo aquí estos muñecos, que difícilmente se venden. Puedes ofrecerlos con el diez por ciento de descuento, lo cual equivaldrá a los diezmos en lo tocante a los curas. En cuanto a las religiosas, hazte el cargo que es una limosna que les das.

En este momento mi padrino fue interrumpido por el llanto de Heriberto, que se hallaba en un rincón de la trastienda, la cabeza cogida entre las manos, y no podía escuchar sin pena los últimos acentos del dueño de la Tienda de Muñecos.

—Heriberto —dijo dirigiéndose a él—, no tengo más que repetirte lo que tantas veces antes te he dicho: que no atiples la voz ni manosees los muñecos.

Nada contestó Heriberto, pero sus sollozos resonaron de nuevo, cada vez más altos y más destemplados.

Sin duda, esta contrariedad apresuró el fin de mi padrino, que expiró poco después de pronunciar aquellas palabras. Cerré piadosamente sus ojos y enjugué en silencio una lágrima. Me mortificaba, sin embargo, que Heriberto diera mayores muestras de dolor que yo. Sollozaba ahogado en llanto, mesábase los cabellos, corría desolado de uno a otro extremo de la trastienda. Al fin me estrechó entre sus brazos:

—¡Estamos solos! ¡Estamos solos! —gritó.

Me desasí de él sin violencia, y señalándole con el dedo al sacerdote, el feo doctor, las blancas enfermeras, muñecos en desorden junto al lecho, le hice señas de que los pusiera otra vez en sus puestos…

La tienda de muñecos», de Julio Garmendia - descontexto.blogspot.com


EL HOMBRE QUE COMPRÓ UN DICCIONARIO

El señor Gómez era un hombre metódico y ordenado. Todo en su casa tenía un lugar preciso, desde los zapatos hasta los libros. Una tarde, mientras paseaba por la librería, se topó con un volumen antiguo y polvoriento. Era un diccionario, un ejemplar descomunal que abarcaba todas las palabras del idioma español. El precio era exorbitante, pero el señor Gómez no pudo resistir la tentación. Comenzó a leerlo con avidez, devorando palabras y significados. Descubría nuevos mundos con cada página, exploraba rincones insospechados del lenguaje. A medida que avanzaba en su lectura, el señor Gómez se transformaba. Su discurso se volvía más preciso, sus ideas más claras. Se convirtió en un maestro de la palabra, capaz de expresar con exactitud los más complejos pensamientos. Sin embargo, algo extraño comenzó a suceder. El señor Gómez se obsesionó con el diccionario. Pasaba horas encerrado en su estudio, consultando cada palabra que escuchaba o leía. Se aislaba de sus amigos y familiares, obsesionado con la búsqueda de la perfección lingüística. Un día, el señor Gómez se percató de que ya no podía comunicarse con los demás. Las palabras se habían convertido en meras abstracciones, sin significado real para él. Había perdido la capacidad de expresar sus emociones, de compartir sus ideas.  El diccionario lo había convertido en un prisionero del lenguaje. Desesperado, el señor Gómez arrojó el diccionario al fuego. Las llamas lo devoraron en cuestión de segundos, reduciéndolo a cenizas. El señor Gómez observó las cenizas con una mezcla de tristeza y alivio. Había perdido su tesoro, pero también había recuperado su libertad.

LA MALA MEMORIA

Me contaron hace un tiempo una historia muy estúpida, sombría y conmovedora. Un señor se presenta un día en un hotel y pide una habitación. Le dan el número 35. Al bajar, minutos después, deja la llave en la administración y dice:
–Excúseme, soy un hombre de muy poca memoria. Si me lo permite, cada vez que regrese le diré mi nombre: el señor Delouit, y entonces usted me repetirá el número de mi habitación.
–Muy bien, señor.
A poco, el hombre vuelve, abre la puerta de la oficina:
–El señor Delouit.
–Es el número 35.
–Gracias.

Un minuto después, un hombre extraordinariamente agitado, con el traje cubierto de barro, ensangrentado y casi sin aspecto humano entra en la administración del hotel y dice al empleado:
–El señor Delouit.
–¿Cómo? ¿El señor Delouit? A otro con ese cuento. El señor Delouit acaba de subir.
–Perdón, soy yo… Acabo de caer por la ventana. ¿Quiere hacerme el favor de decirme el número de mi habitación?  
 André Breton - ciudadseva.com

MUERTE A CRÉDITO

 
Aquí estamos solos otra vez. Es todo tan lento, tan pesado, tan triste... Pronto seré viejo. Y por fin se habrá acabado. Ha venido tanta gente a mi habitación. Han hablado. No me han dicho gran cosa. Se han ido. Se han vuelto viejos, miserables y lentos, cada cual en un rincón del mundo. 
Ayer a las ocho murió la Sra. Bérenge, la portera. Una gran tormenta se eleva en la noche. Aquí, en lo alto, donde estamos, la casa tiembla. Era buena amiga, amable y fiel. Mañana la entierran en la Rue des Saules. Era vieja de verdad, al final de la vejez. Desde el primer día, cuando empezó a toser, le dije: «¡Sobre todo no se tumbe!... ¡Quédese sentada en la cama!». Me lo temía. Y después ya ven... Y luego en fin...
Yo no he practicado siempre la medicina, mierda de oficio. Voy a escribirles que ha muerto la Sra. Bérenge a los que me conocen, a quienes la conocieron. ¿Dónde estarán?
Me gustaría que la tormenta levantara mucho más estruendo, que los techos se desplomasen, que la primavera no volviese nunca, que nuestra casa desapareciera.
Lo sabía, la Sra. Bérenge, que todas las penas vienen en las cartas. Ya no sé a quién escribir. Toda esa gente está lejos... Han cambiado de alma para traicionar mejor, olvidar mejor, hablar siempre de otra cosa.
Pobre Sra. Bérenge, pobre vieja, su perro bizco, lo cogerán, se lo llevarán...
Toda la pena de las cartas, pronto hará veinte años, se ha acabado en su casa. Está ahí, en el olor de la muerte reciente, ese increíble gusto agrio... Acaba de aparecer... Anda por ahí... Merodeando... Ahora nos conoce, lo conocemos. Ya no se irá nunca más. Hay que apagar el fuego en el chiscón. ¿A quién voy a escribir? Ya no tengo a nadie. No queda ni un alma para acoger con cariño el amable espíritu de los muertos... para después hablar más suave a las cosas... ¡Ánimo, tú solo!
Al final, mi vieja portera no podía decir nada. Se asfixiaba, no me soltaba la mano... Entró el cartero. La vio morir. Un gemido de nada. Y se acabó. Mucha gente había venido antes a preguntarle por mí. Se marcharon lejos, muy lejos en el olvido, en busca de un alma. El cartero se quitó la gorra. Yo podría expresar todo mi odio. Lo sé. Ya lo haré más adelante, si no vuelven. Prefiero contar historias. Voy a contar tales historias, que volverán a propósito, para matarme, desde todos los confines del mundo. Entonces todo habrá terminado y me alegraré. 

Muerte a crédito, 2012 
fragmento inicial - descontexto
Traducción de Carlos Manzano

LOS QUE SE ALEJAN DE OMELAS

Con un clamor de campanas que impulsó a las golondrinas a levantar el vuelo, el Festival del Verano llegaba a la ciudad de Omelas, que descollaba radiante junto al mar. En el puerto, los aparejos de los barcos destellaban con banderas. En las calles, entre las casas de rojos tejados y pintadas tapias, entre los viejos jardines donde crece el musgo y bajo los árboles de las avenidas; frente a los grandes parques y los edificios públicos desfilaba la multitud. Decorosos ancianos con largas túnicas rígidas malva y gris; graves y silenciosos artesanos, alegres mujeres que llevaban a sus hijos y charlaban al caminar. En otras calles, la música sonaba más veloz, un trémulo de batintines y panderetas y la gente iba bailando; la procesión era una danza. Los niños correteaban de una parte a otra y sus gritos se alzaban sobre la música y los cantos como el vuelo cruzado de las golondrinas. Todos los desfiles serpenteaban hacia el norte de la ciudad, donde en la gran vega llamada Verdes Campos, chicos y chicas, desnudos en el luminoso aire, con los pies, los tobillos y los largos y ágiles brazos salpicados de lodo ejercitaban a sus inquietos caballos antes de la carrera. Los caballos no llevaban ningún tipo de pertrecho, sólo un ronzal sin bocado. Las crines trenzadas con cordones de plata, oro y verde. Resoplaban por los dilatados ollares, hacían cabriolas y se engallaban. Al ser el caballo el único animal que había adoptado nuestras ceremonias como propias, se hallaba muy excitado. 

A lo lejos, por el norte y el oeste, las montañas se alzaban sobre la bahía de Omelas casi envolviéndola. El aire de la mañana era tan límpido que la nieve, coronado aún los Ocho Picos, despedía reflejos oro y blanco a través de las millas de aire iluminado por el sol, bajo el azul profundo del cielo. Soplaba el suficiente viento como para que los gallardetes que marcaban el curso de la carrera ondearan y chasquearan de vez en cuando. En el silencio verde de la amplia vega se oía la música que recorría las calles de la ciudad, y de todas partes y acercándose siempre, una alegre fragancia de aire que de vez en cuando se acumulaba y estallaba con el gozoso repique de las campanas. 

¡Gozoso! ¿Cómo se puede explicar el gozo? ¿cómo describir a los habitantes de Omelas?

No eran personas simples, aunque si felices. Pero no pronunciaremos mas palabras de alabanza. Todas las sonrisas se han vuelto arcaicas. Al proceder a una descripción como ésta, uno tiende a hacer ciertas suposiciones, a dar la impresión de que busca un rey montado en un espléndido corcel y rodeado de nobles caballeros, o quizás en una litera dorada conducida por altos y musculosos esclavos. Pero no había rey. No usaban espadas ni poseían esclavos. No eran bárbaros. Desconozco las reglas y leyes de su sociedad pero sospecho que eran singularmente escasas. 

Al igual que se regían sin monarquía ni esclavitud, tampoco necesitaban la bolsa de valores, la publicidad, la policía secreta y la bomba. Sin embargo, repito que no era un pueblo simple; nada de dulces pastores, nobles salvajes ni blandos utópicos, ni menos complejos que nosotros. El mal estriba en que nosotros poseemos malos hábitos, animados por pedantes y sofisticados empeñados en considerara la felicidad como algo estúpido. Sólo el dolor es intelectual. Sólo el mal es interesante. Es la traición del artista: la negativa a admitir la banalidad del mal y el terrible fastidio del dolor. Si no puedes morder no enseñes los dientes. Si duele, vuelve a dar. Pero alabar el desespero es condenar el deleite; aceptar la violencia es perder la libertad para todo lo demás. Nosotros casi la hemos perdido; ya no podemos describir la felicidad de un hombre ni manifestar una alegría. 

¿Cómo definir al pueblo de Omelas? No eran cándidos ni niños felices - aunque a decir verdad, sus hijos si lo eran - sino adultos maduros, inteligentes, apasionados, cuya vida no era desventurada. ¡Oh milagro! Mas, ¡ojalá supiera explicarlo mejor y convencerles!

Omelas produce la impresión según mis palabras, de un país de un cuento de hadas: érase una vez hace mucho tiempo. Quizá fuera mejor que se lo imaginaran según su propia fantasía, teniendo en cuenta que me pondría a la altura de las circunstancias, pues lo que si es cierto es que no puedo armonizar con todos. Por ejemplo, ¿qué pasaba con la tecnología? Creo que no había coches ni helicópteros ni en las calles ni por encima de ellas, como lógica consecuencia de que el pueblo de Omelas era feliz.

La felicidad se basa en una justa discriminación de lo que es necesario, de lo que no es ni necesario ni destructivo y de lo que es destructivo. Sin embargo, en la categoría intermedia - la de lo innecesario pero no destructivo, la del confort, lujo, exuberancia, etc. -, podían perfectamente poseer calefacción central, ferrocarriles subterráneos, máquinas lavadoras y toda clase de maravillosos ingenios que aún no se han inventado aquí; fuentes luminosas flotantes, poder energético, una cura para los catarros comunes o nada de eso; no importa, como lo prefieran. Me inclino a pensar que las personas que han estado viniendo a Omelas desde todos los puntos de la costa durante estos últimos días antes del Festival, lo hicieron en pequeños trenes muy rápidos y en tranvías de dos pisos, y que la estación de ferrocarriles de Omelas es el edificio más bello de la ciudad, aunque más sencillo que el magnifico Mercado Agrícola. Pero aún, concediendo que hubiera trenes, temo que, hasta ahora, Omelas produzca en algunos de mis lectores la impresión de una ciudad gazmoña y cursilona. Sonrisas, campanas, desfiles caballos, garambainas. 

En tal caso, agreguen una orgía. Si les sirve una orgía no vacilen. No obstante, no le pongamos templo que, con hermosos sacerdotes y sacerdotisas desnudos, casi en éxtasis, se hallen dispuestos a copular con quien sea, hombre o mujer, amante o extraño, por el deseo de unión con la profunda divinidad de la sangre, aunque ésa fue mi primera idea. Pero sería mejor no levantar templos en Omelas, por lo menos templos habitados. 

Religión, si. Clero, no. Por supuesto, los hermosos desnudos pueden deambular ofreciéndose como divinos suflés al hambriento del éxtasis de la carne. Que se incorporen a los desfiles. Que repiquen las panderetas sobre las cópulas y la gloria del deseo se proclame sobre los batintines y (un punto muy importante) que los vástagos de esos deliciosos rituales sean amados y atendidos por todos. Sé que en Omelas hay algo que nadie considera delito. Pero, ¿Que puede ser? Al principio pensé si no serian las drogas, pero eso es puritanismo. Para los que les gusta, la tenue y persistente fragancia del drooz perfuma las calles de la ciudad; el drooz, que al principio otorga una gran lucidez mental y fuerza a los miembros, y finalmente maravillosas visiones con las que penetras en los misterios y secretos más profundos del universo a la vez que excita el placer del sexo hasta lo indecible; y no crea hábito. En cuanto a los gustos más modestos, creo que debería ser la cerveza. 

¿Qué otra cosa incumbe a la jubilosa ciudad? Sin dudad, la sensación de la victoria, la evocación del valor. Sin embargo, si suprimimos al clero, procedamos igual con los soldados. El júbilo que se erige sobre crímenes impunes no es verdadero júbilo; nunca lo será; es horrendo e inútil. Una satisfacción ilimitada y generosa, un magnífico triunfo que se experimenta no contra un enemigo de fuera, sino por la comunión de las almas más delicadas y hermosas de todos los hombres y el esplendor del verano del mundo es lo que inunda el corazón de los habitantes de Omelas y la victoria que celebran es la de la vida. En realidad, no creo que necesiten drogarse.

Casi todos los desfiles habían llegado ya a los Verdes Campos. Un delicioso aroma de manjares surge de las tiendas rojas y azules de los abastecedores. Las caras de los niños pequeños están llenas de graciosos pringues; en la afable barba gris de un hombre, se han enredado unas cuantas migas de un rico pastel. Los muchachos y muchachas han montado en sus caballos y comienzan a agruparse en la línea de salida. Una anciana, pequeña, gorda y sonriente, distribuye flores que saca de una cesta y un joven alto las prende en su cabello. Un niño de nueve o diez años se sienta al borde de la multitud, solo, jugando con una flauta de madera. La gente se detiene a escuchar y sonríe, pero no le hablan pues nunca deja de tocar ni tampoco los ve; sus ojos negros están totalmente absortos en la dulce y tenue magia de la melodía. Termina y lentamente alza las manos sosteniendo la flauta de madera.

Como si ese breve y reservado silencio fuese una señal, se oye de pronto el toque de una corneta que surge del pabellón junto a la línea de partida: imperioso, melancólico, penetrante. Los caballos se alzan sobre sus esbeltas patas traseras y algunos relinchan como respuesta. Con semblante sereno, los jóvenes jinetes acarician el cuello de sus monturas y las calman susurrando: "Tranquilo, tranquilo, no te preocupes, todo saldrá bien, mi beldad, mi ilusión" Ocupan sus puestos en la línea de salida. A lo largo de la pista, los espectadores son como un campo de hierba y flores al viento. El Festival de Verano ha comenzado. ¿Lo creen? ¿Aceptan el festival, la ciudad, la alegría? ¿No? Entonces, permítanme que lo describa una vez más.

En el subsuelo de uno de los hermosos edificios públicos de Omelas, o tal vez en el sótano de una de sus espaciosas casas particulares hay un lóbrego cuartucho. Tiene una puerta cerrada con llave y carece de ventanas. Una tenue luz se filtra polvorienta entre las rendijas de la carcomida madera y que procede de un ventanuco cubierto de telarañas de algún lugar del otro lado del sótano. En un ángulo del cuchitril un par de fregonas, con las bayetas tiesas, pestilentes, llenas de grumos, están junto a un balde oxidado. El suelo está sucio, pegajoso como es habitual en un sótano abandonado. El cuarto tiene tres pies de largo por dos de ancho: un simple armario para guardar las escobas y los enseres en desuso. En el cuarto hay un niño sentado. Podría ser un niño o una niña. Aparenta unos seis años pero en realidad tiene casi diez. Es retrasado mental. Tal vez nació anormal o se ha vuelto imbécil por el miedo, la desnutrición y el abandono. Se hurga la nariz y de vez en cuando se manoseo los dedos de los pies o los genitales mientras se sienta encorvado en el rincón más alejado del balde y de las bayetas. Les tiene miedo. Las encuentra horribles. Cierra los ojos pero sabe que las fregonas siguen ahí, erguidas, y la puerta esta cerrada y nadie acudirá. La puerta siempre esta cerrada y nunca viene nadie salvo en ciertas ocasiones - la criatura no tiene noción del tiempo y los intervalos - en que la puerta cruje espantosamente, se abre y asoma una o varías personas. Entra una sola y de un puntapié le obliga a levantarse. Los otros jamás se le acercan sino que lo observan con ojos de horror y asco. La escudilla de comida y el jarro de agua se llenan rápidamente, se cierra la puerta, los ojos desaparecen. 

La gente que está en la puerta nunca habla pero el niño, que no siempre ha vivido en el cuarto de los trastos y recuerda la luz del sol y la voz de su madre, a veces habla: "Por favor, sáquenme de aquí. Seré bueno." Jamás le responden. Por las noches el niño gritaba pidiendo auxilio, gritaba muchísimo, pero ahora se limita a un débil quejido y cada vez habla menos. Está tan flaco que las piernas carecen de pantorrillas y tiene el vientre hinchado; solo se alimenta una vez al día con media escudilla de gachas con sebo. Va desnudo. Las nalgas y muslos son una masa de dolorosas llagas pues continuamente está sentado sobre su propio excremento.

Todos saben que existe, todo el pueblo de Omelas. Algunos han ido a verlo, otros se contentan únicamente con saber que está allí. Todos saben que tiene que estar. Algunos comprenden la razón, otros no pero ninguno ignora que su felicidad, la belleza de su pueblo, la ternura de sus amigos, la salud de sus hijos, la sabiduría de sus becarios, la habilidad de sus artesanos, incluso la abundancia de sus cosechas o el esplendor de su cielo dependen por completo de la abominable miseria de ese niño.

Se lo explican a los niños de ocho a diez años, siempre que estén capacitados para comprender, y casi todos los que van a verle son adolescentes, aunque con cierta frecuencia también un adulto acude y vuelve para ver al niño. Por muy bien que se lo expliquen, al verlo experimentan un asco que habían creído superar. A pesar de todas las explicaciones se les advierte furiosos, ultrajados, impotentes. Quisieran hacer algo por el niño, pero todo es inútil. ¡Qué hermoso sería si sacaran al sol a esa criatura, la limpiaran, le dieran de comer, la cuidasen. ¡Pero si alguien lo hiciera, ese día y a esa hora, toda la prosperidad, la belleza y la dicha de Omelas quedarían destruidas. Esas son las condiciones. Cambiar todo el bienestar y la armonía de cada vida de Omelas por esa sola y pequeña rehabilitación: acabar con la felicidad de millares a cambio de la posibilidad de hacer feliz a uno: pero eso sería, por supuesto, reconocer la culpa, admitir el delito. Las condiciones son estrictas y terminantes; no debe dirigirse al niño una sola palabra amable. 

A veces los jóvenes regresan a sus casas llorando o con una furia sin lágrimas cuando han vista al niño y se han enfrentado a esa terrible paradoja. Tal vez meditan sobre ello, semanas y años, pero a medida que transcurre el tiempo comienzan a darse cuenta de que aunque soltaran al niño, de poco le serviría su libertad; sin duda, una ligera, vaga satisfacción por el cuidado humano y el alimento, pero muy poco mas. Se halla demasiado degradado e imbécil para comprender la auténtica felicidad. Ha estado asustado demasiado tiempo para librarse del miedo. Sus costumbres son demasiado zafias e inciviles para que responda al trato humano.

En efecto, después de tanto tiempo probablemente se sentiría infortunado sin los muros que lo protegen, sin la oscuridad para sus ojos, sin el propio excremento para sentarse. Sus lágrimas, ante la amarga injusticia, secan cuando empiezan a percibir la terrible justicia de la realidad y acaban aceptándola. Sin embargo, tal vez sus lágrimas y su rabia, el intento de su generosidad y la aceptación de su propia impotencia son la verdadera causa del esplendor de sus vidas. Su felicidad no es vacua e irresponsable. Saben que ellos, como el niño, no son libres. Conocen la compasión. La existencia del niño y el conocimiento de esa existencia hacen posible la elegancia de su arquitectura, el patetismo de su música, la profundidad de su ciencia. A causa del niño son tan amables con los niños. Saben que si ese desdichado no lloriquease en la oscuridad, el otro, el flautista, no tocaría esa alegre música mientras los jóvenes jinetes se ponen en filas sobre sus beldades para la carrera que se celebra la primera mañana de estío.

¿Que piensan ahora de ellos? ¿No son más dignos de crédito? Pero todavía tengo algo más que contarles, y esto es totalmente increíble. A veces, un adolescente, chico o chica que va a ver al niño, no regresa a su casa para llorar o enfurecerse, no , en realidad no vuelve más a su hogar. Otras, un hombre o mujer de mas edad cae en un mutismo absoluto durante unos días. Bajan a la calle, caminan solos y cruzan sin vacilar las hermosas puertas de Omelas. Siguen andando por las tierras de labrantío. Cada uno va solo, chico o chica, hombre o mujer. Anochece; el caminante pasa por las calles de la ciudad, ante las casas de ventanas iluminadas, y penetra en la oscuridad de los campos. Siempre solos, se dirigen al Oeste o al Norte, hacia las montañas. Prosiguen. Abandonan Omelas, siempre adelante, y no vuelven. El lugar adonde van es aún menos imaginable para nosotros que la ciudad de la felicidad. No puedo describirlo, en absoluto. Es posible que no exista. Pero parece que saben muy bien adónde se dirigen los que se alejan de Omelas.

                                                                                              Fin.


Los que se alejan de Omelas. (Variaciones sobre un tema de Willian James). ciudadseva.com


UN FINAL FELIZ

Qué tiempos aquellos, cuando vivía con mi padre, y no veía la televisión. Las tardes, eran interminables en la Colonia Tepeyac, cerca de la Villa, exactamente a dos cuadras de la Calzada de la Villa. Tardes dedicadas a traducir a los poetas franceses de la Generación Eléctrica, sentado en la cama, junto a la ventana del patio de cemento. Las palomas que mi padre se comía los domingos, cantaban, es un decir, los jueves y los viernes, y ensanchaban la zanja. ¡Las palomas en el palomar de cemento! ¡Y sin el zumbido de la televisión! 

Un final feliz 
En México 
En casa de mi padre 
O en casa de mi madre 
Un minuto de soledad 
La frente apoyada 
en el hielo de la ventana 
Y los tranvías 
en los alrededores 
de Bucareli 
Con muchachas fantasmales 
que se despiden 
Al otro lado de la ventana 
Y el ruido de los automóviles 
A las 3 a.m. 
Y los timbres 
Y los paisajes de azotea 
En México Con 21 años 
Y el alma aterida 
Helada 

Un final feliz”, de Roberto Bolaño 
en La Universidad Desconocida, 2007 
blog descontexo.blogspot.com
més...
CRÒNICAS DE GAZA - THE ELECTRONIC INTIFADA