Quiero hablarles del final de la guerra, de la degeneración de la humanidad y de la muerte del Mesías. Se trata de una historia épica, que merecería miles de páginas, todo un estante lleno de volúmenes, pero ustedes (si es que queda alguno de ustedes para leer esto) deberán conformarse con la versión abreviada. La inyección directa surte un efecto muy rápido. Creo que me quedan entre cuarenta y cinco minutos y dos horas, según mi grupo sanguíneo. Creo que es A, lo cual debería concederme un poco más de tiempo, pero que me aspen si me acuerdo con seguridad. Si hipotético amigo. En cualquier caso, creo que será mejor prepararse para lo peor y escribir con la mayor rapidez posible.
Estoy utilizando la máquina de escribir eléctrica. El ordenador de Bobby es más rápido, pero el ciclo del generador es demasiado irregular como para confiar en él, siquiera contando con el supresor. Sólo tengo una oportunidad; no puedo correr el riesgo de estar a punto de terminar y darme cuenta de pronto de que todo lo que he escrito se va al cielo informático a causa de una irregularidad en la corriente o de una fluctuación demasiado grande para el supresor. 
Me llamo Howard Fornoy. Antes era escritor. Mi hermano, Robert Fornoy, era el Mesías. Lo he matado hace cuatro horas, con una inyección de su propio descubrimiento. Él lo llamaba El Calmante. Tal vez Un Error Muy Grave habría resultado una denominación más adecuada, pero lo hecho hecho está y no puede deshacerse, como los irlandeses llevan siglos sentenciando... lo cual demuestra lo gilipollas que son.
Mierda, no puedo permitirme estas digresiones.
Tras su muerte, lo he cubierto con una colcha y he permanecido sentado junto a la única ventana de la sala de la cabana durante unas tres horas, con la mirada fija en el bosque. Antes podía verse el halo de las farolas de alta intensidad de North Conway, pero ya no. Ahora sólo quedan las Montañas Blancas, que parecen triángulos de cartón piedra modelados por un niño, y las estrellas opacas.
Encendí la radio, busqué alguna emisora en cuatro bandas hasta encontrar a un locutor loco y volví a apagarla. Permanecí sentado, pensando en distintos modos de narrar la historia. Mi mente no cesaba de deslizarse hacia aquellas enormes extensiones de pinos, toda aquella nada. Por fin, me di cuenta de que tenía que empezar a moverme y ponerme la inyección. Mierda, nunca había sido capaz de trabajar sin un plazo fijado de antemano. Y ahora tenía uno, vaya que si tenía uno.
Nuestros padres nunca habían tenido motivo alguno para no esperar lo que obtuvieron, es decir, hijos de gran inteligencia. Mi padre era un licenciado en historia que había pasado a ocupar una cátedra en Hofstra a los treinta años. Diez años después, se convirtió en uno de los seis viceadministra-dores de los Archivos Nacionales en Washington, y tenía muchas posibilidades de pasar a ocupar el cargo más importante. También era un gran tipo... Tenía todos los discos de Chuck Berry y no era demasiado malo tocando bines a la guitarra. Archivero de día y roquero de noche.
Mi madre se licenció con honores por la universidad de Drew. Le otorgaron un distintivo de la fraternidad Phi Betta Kappa que a veces llevaba prendido en ese extraño sombrero anticuado que tenía. Se convirtió en una brillante asesora financiera y fiscal en Washington, conoció a mi padre, se casó con él, y dejó su trabajo cuando quedó embarazada de un servidor. Yo nací en 1980. En 1984, mi madre gestionaba los impuestos de unos cuantos socios de mi padre... Ella lo llamaba su «pequeño hobby». En 1987, al nacer Bobby, gestionaba los impuestos, las inversiones y la planificación inmobiliaria de una docena de hombres muy poderosos. Podría nombrarlos pero ¿a quién le importa? Ahora están muertos o se han convertido en completos retrasados mentales.
Creo que ganaba más dinero al año con su «pequeño hobby» que mi padre con su trabajo, pero eso nunca tuvo importancia alguna. Mis padres eran felices por lo que eran y por lo que significaban el uno para el otro. Los vi discutir muchas veces, pero nunca pelearse en serio.
Durante mi infancia, la única diferencia que apreciaba entre mi madre y las madres de mis amigos residía en que las madres de mis amigos leían, planchaban, cosían o hablaban por teléfono mientras miraban los culebrones en la tele, mientras que mi madre jugaba con la calculadora y escribía números en grandes hojas de papel verde mientras miraba los culebrones en la tele.
No defraudé a aquel matrimonio de genios que eran mis padres. Obtuve excelentes y notables durante todos los cursos de la escuela pública. Por lo que sé, mis padres jamás contemplaron la posibilidad de enviarnos a una escuela privada. Asimismo, ya de niño escribía muy bien, sin ningún esfuerzo. Vendí mi primer cuento a los veinte años. Se trataba de una historia sobre el invierno que el Ejército Continental pasó en el Valle Forge durante la Guerra de la Independencia. La vendí a la publicación de unas líneas aéreas por cuatrocientos cincuenta dólares. Mi padre, a quien amaba profundamente, me preguntó si quería venderle el cheque que me enviaron. Me lo cambió por un cheque personal suyo, enmarcó el de la compañía aérea y lo colgó sobre la mesa de su despacho. Un genio romántico, si se quiere. Un genio romántico que tocaba bines, si se quiere. Créanme, muchos niños no daban tantas satisfacciones a sus padres. Por supuesto, tanto él como mi madre murieron desvariando y meándose encima a finales del año pasado, al igual que casi todos los habitantes de este gran planeta redondo, pero nunca dejé de quererlos.
Era el tipo de hijo que ellos esperaban, y con toda la razón; era un buen muchacho, inteligente, un chico cuyo talento maduró muy temprano, gracias al ambiente de amor y confianza en que vivía, un niño fiel que amaba y respetaba a su padre y a su madre. Bobby era distinto. Nadie, ni siquiera los genios como nuestros padres, esperan tener un niño como Bobby. Nunca.
Aprendí a hacer mis necesidades en el lavabo dos años antes que Bobby, pero eso fue lo único en lo que le superé en toda mi vida. No obstante, nunca sentí celos de él; habría sido como si un buen lanzador de un equipo aficionado de béisbol sintiera celos de las grandes estrellas del lanzamiento. Pasado cierto límite, las comparaciones causantes de los celos simplemente dejan de existir. Yo lo viví, de modo que puedo asegurarles que, pasada cierta frontera, uno se limita a mantenerse apartado y protegerse los ojos contra la brillantez del otro.
Bobby aprendió a leer a los dos años y empezó a escribir ensayos cortos («Nuestro perro», «Un viaje a Boston con mamá») a los tres. Su caligrafía de imprenta consistía en las desesperadas y retorcidas estructuras de un niño de seis años, lo cual ya era asombroso en sí mismo, pero aún había más. Si se transcribían los relatos, de modo que el desarrollo de su capacidad motora dejara de ser un factor de evaluación, uno podría creer que las historias eran obra de un niño de quinto curso brillante, aunque ingenuo en extremo. Pasó de las oraciones simples a las compuestas y a las complejas con rapidez vertiginosa, empleando cláusulas, oraciones subordinadas y relativas con una intuición que resultaba sobrecogedora. En ocasiones, su sintaxis era algo confusa o colocaba los modificadores en el lugar equivocado, pero había logrado subsanar tales errores, que atormentan a la mayoría de los escritores durante toda su vida, a la edad de cinco años.
Empezó a sufrir jaquecas. Temerosos de que tuviera algún trastorno físico, tal vez un tumor cerebral, mis padres lo llevaron al médico. Este lo examinó con toda meticulosidad, lo escuchó con gran paciencia y a continuación aseguró que Bobby no padecía otro trastorno que estrés. Se sentía extremadamente frustrado porque su mano no funcionaba tan bien como su cerebro.
—Su hijo tiene una piedra vesicular en el cerebro —explicó el médico—. Podría recetarle algo para las jaquecas, pero creo que lo que necesita es una máquina de escribir.
Así pues, mis padres le regalaron una IBM. Un año más tarde, por Navidad, le regalaron un Commodore 64 con el programa Wordstar incorporado. Antes de pasar a otros asuntos, quiero añadir que durante los tres años siguientes, Bobby creyó que era Santa Claus quien había dejado el ordenador bajo el abeto. Ahora que lo pienso, ésa fue otra cosa en que lo superé. Averigüé antes que él que Santa Claus no existía.
Podría contarles un sinfín de cosas acerca de aquellos tiempos, y supongo que tendré que contarles algunas, pero tendré que darme prisa y ser breve. El plazo. Ah, el plazo. En cierta ocasión, leí una obra muy divertida, titulada «La esencia de Lo que el viento se llevó». Decía aproximadamente así:
—¿Una guerra? —exclamó Escarlata entre risas—. ¡Oh, bobadas!
—¡Bum! ¡Ashley se fue a la guerra! ¡Atlanta ardió! ¡Rhett entró y volvió a salir!
—¡Oh, bobadas! —exclamó Escarlata entre lágrimas—. ¡Pensaré en ello mañana, porque mañana será otro día!
Me reí con ganas cuando leí aquella obra. Ahora que me hallo ante la tarea de hacer algo similar, ya no me parece tan divertido. Pero ahí va:
—¿Un niño con un coeficiente de inteligencia inconmensurable? —exclamó India Fornoy mirando a su devoto esposo, Richard, con una sonrisa—. ¡Bobadas! Crearemos una atmósfera en la que su inteligencia, por no mencionar la de su hermano mayor, que no es precisamente estúpido, pueda desarrollarse. Y los educaremos para que se conviertan en los niños americanos que por mi vida son.
¡Bum! Los hijos de los Fornoy crecieron. Howard fue a la universidad. Se licenció con honores e inició su carrera como escritor. Vivía con holgura. Salía con muchas mujeres y se acostaba con buena parte de ellas. Logró evitar cualquier tipo de enfermedad social, tanto sexual como farmacológica. Se compró un equipo de música Mitsubishi. Escribía a casa al menos una vez por semana. Publicó dos novelas de bastante éxito. «Bobadas —dijo Howard—, esto es vida.»
Y así fue, al menos hasta el día en que Bobby apareció de repente, en la mejor tradición del científico chiflado, cargado con dos urnas de vidrio, una con un nido de abejas y la otra con un nido de avispas. Aquel día, Bobby llevaba una camiseta de Educación Física Mumford al revés, estaba a punto de destruir la inteligencia humana y llegó más contento que unas pascuas.
Las personas como mi hermano Bobby sólo aparecen cada dos o tres generaciones, creo; gente como Leonardo da Vinci, Newton, Einstein, tal vez Edison. Todos ellos parecen tener un denominador común; son como enormes brújulas que dan vueltas sin rumbo durante largo tiempo, buscando el norte verdadero y, cuando lo encuentran, se abalanzan sobre él con abrumadora fuerza. Antes de que eso ocurra, este tipo de personas son propensas a meterse en líos, y Bobby no eran ninguna excepción a la regla.
Cuando él tenía ocho años y yo quince, se me acercó y me dijo que acababa de inventar un avión. Por aquel entonces, ya conocía a Bobby lo suficiente como para no lanzar un «tonterías» y echarlo a patadas de mi cuarto. Salí con él al garaje, y allí estaba, un extraño artefacto de conglomerado, colocado sobre su carretilla roja. Se parecía un poco a un avión de guerra, pero las alas estaban inclinadas hacia delante en lugar de hacia atrás. En la parte central, había fijado con tornillos el sillín de su balancín. En uno de los costados se veía una palanca. No había motor. Me explicó que se trataba de un planeador. Quería que lo empujara por la colina Carrigan, la pendiente más inclinada de todo el Grand Park de Washington. La colina estaba dividida por un sendero de cemento, diseñado para que los ancianos caminaran por él. Sería su pista de despegue, anunció Bobby.
—Bobby —objeté—. Las alas de este cacharro están al revés.
—No —replicó—, tienen que ser así. Vi algo sobre halcones en un documental de animales.
Se lanzan sobre la presa y después giran las alas cuando vuelven a subir. Las alas están articuladas, ¿lo ves? Así puedes elevarte mejor.
—Entonces, ¿por qué no los construyen así en las Fuerzas Aéreas? —pregunté, sin saber que las fuerzas aéreas tanto americanas como rusas estaban diseñando ya los planos de un avión de características similares.
Bobby se encogió de hombros. No lo sabía ni le importaba.
Nos dirigimos a la colina Carrigan. Bobby se acomodó en el sillín del balancín y agarró la palanca.
—Empuja fuerte.
Sus ojos brillaban con el destello de demencia que conocía tan bien. Por Dios, había visto brillar sus ojos de aquel modo incluso cuando aún estaba en la cuna. Pero juro por Dios que jamás se me habría ocurrido empujarle con tanta fuerza por el sendero de cemento si hubiera creído que aquel trasto iba a funcionar. Pero no lo sabía, de modo que empujé con todas mis fuerzas. El cacharro empezó a deslizarse por la pendiente con Bobby a bordo, lanzando gritos salvajes como un vaquero que acabara de terminar de conducir el ganado y se dirigiera al pueblo a tomarse unas cuantas cervezas frías. Una señora mayor tuvo que apartarse de un salto de su trayectoria, y el trasto estuvo a punto de atrepellar a un viejo apoyado en un andador. A medio camino de la pendiente, tiró de la palanca, y observé con los ojos abiertos como platos y medio muerto de miedo cómo el avión de conglomerado se separaba de la carretilla. Al principio, quedó suspendido a unos centímetros de ella, y tuve la impresión de que volvería a caer sobre la misma. De pronto, se alzó una ráfaga de viento y el avión de Bobby se elevó como tirado por un cable invisible. La carretilla se salió del sendero de cemento y fue a parar a unos arbustos. En un abrir y cerrar de ojos, Bobby se encontraba a tres metros de altura, después a seis y después a unos veinte. Planeaba sobre Grand Park con el morro del avión vuelto hacia el cielo y agudos gritos de alegría.
Me lancé tras él a la carrera, gritando para que bajara, con la mente atormentada por visiones de su cuerpo al caer de aquel estúpido sillín y quedar empalado en un árbol, o en una de las numerosas estatuas del parque, que el miedo me hacía ver con siniestra claridad. No me imaginé el funeral de mi hermano. Realmente, asistí a él.
—¡UAAAUUU! —repuso Bobby con voz lejana, aunque extasiada.
Asombrados jugadores de ajedrez, lanzadores defrisbee, lectores, amantes y corredores
dejaron lo que estaban haciendo para contemplar a Bobby.
—¡BOBBY, ESE JODIDO TRASTO NO TIENE CINTURÓN DE SEGURIDAD! —aullé.
Era la primera vez que pronunciaba aquella palabrota en particular, a menos que yo recuerde.
—¡No me pasará nadaaaaaa...!
Gritaba a pleno pulmón, pero me quedé de piedra al comprobar que apenas lo oía. Corrí pendiente abajo sin dejar de gritar. No recuerdo lo que gritaba, pero al día siguiente sólo podía articular algún que otro susurro. Recuerdo, sin embargo, que pasé junto a un joven ataviado en un elegante traje de tres piezas, que estaba parado junto al monumento de Eleanor Roosevelt, situado al pie de la colina.
—Sabes, amigo —me dijo en tono normal—. Me está subiendo cantidad todo el ácido que me tomé hace años. 
Recuerdo aquella extraña sombra informe, que se deslizaba por el suelo verde del parque, elevándose y arrugándose al pasar sobre los bancos, las papeleras y los rostros alzados de la gente que le contemplaba. Recuerdo que lo perseguí. Recuerdo el rostro encogido de mi madre, que se echó a llorar cuando le conté que el avión de Bobby, que no debería haber despegado de ningún modo, había caído en picado, y que Bobby había visto truncada su breve pero brillante carrera al estrellarse contra la calle D.
A la vista de cómo salieron las cosas al final, tal vez aquello habría sido lo mejor para todos, pero lo cierto es que no fue así. Por el contrario, Bobby regresó hacia la colina Carrigan, aferrado a la cola del avión para no caerse del maldito trasto, y fue descendiendo en dirección a la pequeña laguna que había en el centro del Grand Park. Planeó un metro y medio sobre el agua... y a continuación empezó a esquiar en ella, dejando tras de sí dos estelas blancas gemelas, ahuyentando a los patos, por lo general tranquilos y sobrealimentados, que alzaron el vuelo en indignadas bandadas, y graznando alegremente. Aterrizó en el extremo más alejado de la laguna, justo entre dos bancos del parque que arrancaron las alas del avión. Salió despedido del artefacto, cayó al suelo de cabeza y empezó a llorar a todo volumen.
Así era la vida con Bobby.
No todo era tan espectacular; de hecho, creo que nada fue tan espectacular como aquello... al menos hasta que inventó El Calmante. Pero les he contado la historia porque creo que, por lo menos en esta ocasión, el caso extremo es el que mejor explica la regla; la vida con Bobby era una constante empanada mental. A la edad de nueve años, ya asistía a clases de física cuántica y álgebra avanzada en la universidad de George-town. Cierto día, interceptó todos los televisores y radios de nuestra calle, y de las cuatro manzanas circundantes, con su propia voz. Había encontrado un televisor viejo en el ático, y lo convirtió en una emisora de radio multibanda. Un viejo televisor Zenith en blanco y negro, cuatro metros de cable, una percha montada en el punto más alto del tejado de nuestra casa, ¡y listo! Durante unas dos horas, cuatro manzanas de Georgetown no recibieron más que la emisora WBOB... que resultó ser mi hermano, el cual se dedicó a leer algunas de mis narraciones, contar un par de chistes malos y explicar que el alto contenido en sulfuro de las alubias era la razón por la que nuestro padre se echaba tantos pedos durante la misa dominical.
—Pero la mayoría son bastante silenciosos —matizó Bobby en beneficio de una audiencia de unas tres mil persoñas—, y a veces se guarda los verdaderos petardos hasta que llegan los salmos.
Mi padre, al que no le hizo demasiada gracia todo aquello, terminó pagando una multa de setenta y cinco dólares a la Comisión Federal de Comunicaciones y descontándola de la asignación de Bobby durante el año siguiente. La vida junto a Bobby, oh, sí... y mírenme ahora, aquí estoy, llorando. ¿Será la emoción o el inicio de los síntomas? Creo que se trata de la primera... Dios sabe cuánto lo quería..., pero creo que será mejor que me apresure un poco de todas formas.
En virtud de todas las consideraciones prácticas pertinentes, Bobby terminó el bachillerato a la edad de diez años, pero nunca se licenció en la universidad ni, por supuesto, obtuvo ningún título de postgrado. Era por culpa de esa gran brújula que tenía en la cabeza, que daba vueltas y más vueltas, en busca de un norte verdadero al que apuntar.
Atravesó un período dedicado a la física, más tarde uno más breve en que estaba loco por la química..., pero al final, Bobby se impacientó demasiado con las matemáticas como para ahondar en alguno de los dos campos. Era capaz de hacerlo, podía dedicarse a cualquiera de las llamadas ciencias puras, pero todo aquello lo aburría. 
A los quince años, su pasión era la arqueología. Peinó las colinas al pie de las Montañas Blancas, situadas en las inmediaciones de nuestra casa de veraneo, y elaboró una historia de los indios que habían vivido en la zona a partir de las puntas de flecha, las hachas de sílex e incluso los vestigios del carbón de hogueras extinguidas largo tiempo atrás en las cavernas meso-líticas de los parajes del corazón de New Hampshire. Pero también se le pasó aquella pasión, y a continuación empezó a leer obras de historia y antropología. Cuando tenía dieciséis años, mis padres, aunque a regañadientes, le dieron permiso para acompañar a un grupo de antropólogos en una expedición a Suramérica.
Regresó al cabo de cinco meses, con el primer bronceado verdadero de su vida; asimismo había crecido unos centímetros y adelgazado siete kilos, aparte de convertirse en un muchacho mucho más tranquilo. Seguía siendo alegre, o al menos parecía serlo, pero aquella exuberancia infantil, que a veces resultaba contagiosa, a veces agotadora, pero que siempre estaba presente, había desaparecido. Mi hermano había madurado. Y por primera vez en su vida, empezó a hablar de las noticias... de lo malas que eran las noticias, quiero decir. Corría el año 2003, el año en que un grupo disidente de la OLP, denominado Hijos del Jihad (un nombre que siempre me pareció tan siniestro como un grupo católico de servicio a la comunidad del oeste de Pennsylvania), bombardeó Londres con armas químicas, contaminando el sesenta por ciento de la ciudad y convirtiendo el resto en un lugar extremadamente insalubre para las personas que proyectasen tener hijos algún día (o superar los cincuenta años). El año en que intentamos bloquear las Filipinas después de que la administración de Cedeño aceptara a un «pequeño grupo» de asesores de la China comunista (unos quince mil, según nuestros satélites espía), y no renunciamos a ello hasta que se puso de manifiesto que, en primer lugar, los chinos no bromeaban al amenazar con acribillarnos a misiles, y, en segundo, los norteamericanos no estaban tan locos como para precipitarse al suicidio colectivo a causa de las Filipinas. Asimismo, fue el año en que otro grupo de cabrones desquiciados, creo que eran albaneses, intentó fumigar Berlín con el virus del sida.
Ese tipo de cosas deprimía a todo el mundo, pero Bobby se deprimía una barbaridad.
—¿Por qué es tan mezquina la gente? —me preguntó un día.
Estábamos en la cabaña de New Hampshire. Se acercaba el final de agosto, y la mayor parte de nuestras cosas ya estaba guardada en cajas y maletas. La cabaña presentaba aquel aspecto triste y desolado que siempre adquiría cuando nos disponíamos a marcharnos cada uno por nuestro lado. Para mí, significaba el regreso a Nueva York, mientras que para Bobby, suponía volver a Waco, Texas, mira por dónde... Había pasado el verano leyendo libros de sociología y geología —
¿Qué les parece la mezcla?— y anunció que pensaba hacer un par de experimentos. Lo dijo en un tono casual, como de pasada, pero lo cierto es que mi madre lo estuvo observando con expresión pensativa durante las dos últimas semanas que pasamos todos juntos. Ni mi padre ni yo lo sospechábamos, pero creo que mi madre sabía que la brújula de Bobby había dejado de girar y había empezado a apuntar hacia un lugar concreto.
—¿Que por qué es tan mezquina? —repetí—. ¿En serio esperas que conteste a eso?
—Pues será mejor que alguien conteste —advirtió—. Y pronto, tal como van las cosas.
—Las cosas van como siempre han ido —repuse—, y creo que es así porque la gente nace para ser mala. Si quieres culpar a alguien, culpa a Dios.
—Eso es una chorrada. No me lo creo. Incluso el rollo de los dobles cromosomas X resultó ser una chorrada al final. Y no me cuentes que no son más que presiones económicas, el conflicto entre ricos y pobres, porque eso tampoco lo explica todo.
—El pecado original —sugerí—. Al menos para mí eso funciona... Tiene buen ritmo y se puede bailar.
—Bueno —admitió Bobby—, tal vez sea el pecado original. Pero ¿cuál es el instrumento,
hermano? ¿Te lo has preguntado alguna vez? 
—¿El instrumento? ¿Qué instrumento? Me he perdido.
—Creo que es el agua —prosiguió Bobby con expresión huraña.
—¿Cómo dices?
—El agua. Algo que hay en el agua —insistió volviéndose hacia mí.
—O algo que falta en el agua.
Al día siguiente, Bobby regresó a Waco. No volví a verlo hasta el día en que apareció en mi piso, con la camiseta al revés y cargado con las dos urnas. Habían pasado tres años.
—¿Qué tal, Howie? —saludó al entrar mientras me daba una palmada en el hombro, como si tan sólo hubieran pasado tres días.
—¡Bobby! —grité al tiempo que lo abrazaba. Mi pecho chocó contra un objeto duro y anguloso, y oí un enojado zumbido de enjambre.
—Yo también me alegro de verte —dijo Bobby—, pero será mejor que tengas cuidado.
Estás molestando a los nativos.
Retrocedí un paso a toda prisa. Bobby dejó la gran bolsa de papel que llevaba en el suelo, y a continuación cogió la bolsa que llevaba colgada al hombro. Con toda cautela, sacó de ella las urnas de vidrio. En una de ellas había un enjambre de abejas, mientras que la otra contenía uno de avispas. Las abejas ya se estaban tranquilizando y volviendo a cualesquiera que sean las tareas típicas de las abejas, pero las avispas, sin lugar a dudas, estaban menos contentas con todo aquel asunto.
—Muy bien, Bobby —empecé sin poder borrar la sonrisa de mi rostro—. ¿Qué estás maquinando esta vez?
Abrió la otra bolsa y sacó un tarro de mayonesa, medio lleno de un líquido transparente.
—¿Ves esto?
—Sí. Parece agua o aguardiente.
—En realidad, es las dos cosas, si puedes creértelo. Procede de un pozo artesanal de La Plata, un pueblo situado a unos setenta kilómetros de Waco. Antes de que lo convirtiera en este líquido concentrado, había unos veinte litros de agua. Tengo una pequeña destilería allá abajo, Howie, pero no creo que el gobierno me haga detener por eso. —Estaba sonriendo, y su sonrisa se hizo más amplia en aquel momento—. No es más que agua, pero es la cosa más rara que la raza humana ha visto jamás.
—No entiendo nada de lo que me estás diciendo.
—Ya lo sé. Pero ya lo entenderás. ¿Sabes qué, Howie?
—¿Qué?
—Si la estúpida raza humana puede aguantar seis meses más, apuesto lo que quieras a que aguantará para siempre.
Alzó el tarro de mayonesa, y el ojo aumentado de Bobby me contempló a través del vidrio con gran solemnidad.
—Esto es algo grande, el remedio para la peor enfermedad que padece el homo sapiens.
—¿El cáncer?
—No, señor —repuso—. La guerra. Peleas de bar. Asesinatos. El desastre. ¿Dónde está el lavabo, Bobby? Tengo que cambiar el agua al canario urgentemente.
Cuando volvió, no sólo se había puesto bien la camiseta, sino que también se había peinado.
No había cambiado de método, por lo visto; se limitaba a poner la cabeza bajo el grifo durante un rato y luego echarse el cabello hacia atrás con los dedos.
Echó un vistazo a las urnas y declaró que tanto las abejas como las avispas habían vuelto a la normalidad. 
—La verdad, no puede decirse que un nido de avispas se parezca a algo remotamente «normal», Howie. Las avispas son insectos sociales, al igual que las abejas y las hormigas, pero al contrario que las abejas, que casi siempre están cuerdas, y las hormigas, que padecen ocasionales lapsus esquizoides, las avispas son verdaderas lunáticas.
Abrió la urna que contenía el enjambre de abejas.
—Mira, Bobby —empecé sin dejar de esbozar una sonrisa que se me antojaba demasiado amplia—. Vuelve a cerrar la urna y limítate a contarme de qué se trata, ¿de acuerdo? Deja la demostración para más tarde. Quiero decir, mi casero es un verdadero gallina, pero la administradora es una especie de armario que fuma puros y pesa quince kilos más que yo. Ella...
—Te va a encantar esto —prosiguió Bobby como si yo no hubiera hablado.
Se trataba de un hábito que conocía tan bien como el Peinado de los Diez Dedos. Nunca se mostraba grosero, pero con frecuencia estaba del todo absorto en lo que hacía. ¿Y acaso podía detenerlo? No, mierda. Me alegraba demasiado de verlo. Quiero decir que creo que ya entonces sabía que algo iba a ir realmente mal, pero estar más de cinco minutos seguidos con Bobby me hipnotizaba. Era Lucy sosteniendo el balón y prometiéndome que esta vez seguro que sí, y era Charlie Brown corriendo por el campo para chutar.
—De hecho, es posible que ya lo hayas visto hacer alguna vez, porque a menudo lo enseñan en revistas o en los documentales sobre animales de la tele. No es nada del otro mundo, pero lo parece porque la gente tiene un montón de prejuicios irracionales hacia las abejas.
Y lo extraño es que tenía razón... Lo había visto hacer.
Introdujo la mano en la urna, entre el enjambre de abejas y el vidrio. En menos de quince segundos, su mano había quedado cubierta por un guante viviente negro y amarillo. En aquel momento recordé una imagen. Estaba sentado frente al televisor, enfundado en un pijama entero y abrazado a mi gran oso de felpa, una media hora antes de acostarme (y, con toda certeza, algunos años antes de que naciera Bobby), contemplando con una mezcla de horror, asco y fascinación
cómo un apicultor permitía que un montón de abejas se posaran sobre su rostro. Al principio, formaron una suerte de capucha de verdugo, y después, el apicultor las movió de forma que se convirtieron en una grotesca barba viviente.
El rostro de Bobby se contrajo de repente en una mueca, pero no tardó en iluminarse con una sonrisa.
—Una de ellas me ha picado —explicó—. Todavía están un poco nerviosas por el viaje. La mujer de la compañía de seguros de La Plata me llevó hasta Waco, tiene una vieja furgoneta biplaza, por cierto, y desde ahí volé con una pequeña compañía aérea, Air Gilipollas, me parece, hasta Nueva Orleans. He hecho unos cuarenta transbordos, pero juraría que ha sido el viaje en taxi desde La Guarra lo que las ha vuelto locas. La Segunda Avenida sigue teniendo más baches que las calles de Berlín tras la rendición de los alemanes.
—Mira, Bobs, creo que deberías sacar la mano de ahí.
Seguía esperando a que algunas de ellas salieran volando. Imaginaba la escena,
persiguiéndolas durante horas con una revista enrollada, matándolas una a una, como si fueran fugitivos de alguna vieja película de cárceles. Pero ninguna de ellas se había escapado... al menos de momento.
—Tranquilo, Howie. ¿Has visto alguna vez a una abeja picar a una flor? ¿O siquiera has oído hablar de algo así?
—No tienes aspecto de flor.
—Joder—exclamó mi hermano entre risas—, ¿crees que una abeja sabe qué aspecto tienen
las flores? ¡No! ¡Qué va, hombre! No saben el aspecto que tienen las flores, de la misma manera que ni tú ni yo sabemos qué ruido emiten las nubes. Saben que soy dulce porque segrego dioxina de sacarosa con el sudor, además de otras treinta y siete dioxinas, y ésas sólo son las que conocemos.
Se detuvo con gesto pensativo.
—Aunque debo confesar que he procurado... esto... endulzarme un poco más de lo normal para la ocasión. Me he comido una caja entera de cerezas recubiertas de chocolate en el avión...
—¡Dios mío, Bobby!
—... y un par de caramelos en el taxi.
Introdujo la otra mano en la urna y empezó a apartarse las abejas. Le vi hacer otra mueca justo antes de apartar la última y, para mi tranquilidad, volver a colocar la tapa de la urna. En cada una de sus manos aparecía un bulto rojizo, uno en la palma y otro en la parte alta de la mano, junto a lo que los quirománticos denominan los brazaletes de la fortuna. Le habían picado, pero ya
entendía lo que pretendía demostrarme. Unas cuatrocientas abejas lo habían examinado, y sólo dos lo habían atacado.
Bobby se sacó unas pinzas del bolsillo pequeño de los vaqueros y se dirigió a mi escritorio. Apartó los papeles de mi manuscrito y el ordenador Wang Micro I que utilizaba por aquel entonces, y a continuación ajustó el flexo hasta que formó un halo de luz pequeño e intenso sobre la superficie de madera de cerezo.
—¿Estás escribiendo algo bueno, Bow-How? —inquirió en tono casual.
Se me erizaron los pelos de la nuca. ¿Cuándo me había llamado Bow-How por última vez?
¿A los cuatro años? ¿A los seis? Mierda, no lo sé. Se aplicó las pinzas en la mano izquierda con todo cuidado. Observé cómo extraía una cosa pequeña que parecía un pelillo de la nariz y lo dejaba en mi cenicero.
—Un artículo sobre falsificación de obras de arte para Vanity Fair —repuse—. Bobby, ¿se
puede saber qué estás tramando?
—¿Puedes sacarme el otro? —replicó en tono de disculpa al tiempo que me alargaba las pinzas y la mano derecha—. No dejo de pensar que si soy tan inteligente, debería ser ambidextro, pero mi mano izquierda sigue teniendo un coeficiente intelectual de seis.
El mismo Bobby de siempre.
Me senté junto a él, cogí las pinzas y le extraje el otro aguijón de la picadura, que se inflamaba cada vez más junto a lo que, en aquel caso, debería haber recibido el nombre de brazaletes de la desgracia. Entretanto, me explicó las diferencias existentes entre las abejas y las avispas, entre el agua de La Plata y la de Waco, así como, maldita sea, que todo saldría bien con su agua y un poco de ayuda por mi parte.
Y, oh mierda, acabé por correr, por última vez, hacia el balón que mi brillante y loco hermano sujetaba entre carcajadas.
—Las abejas no pican a menos que se vean obligadas a ello, porque si te pican, mueren —
explicó Bobby con sencillez—. ¿Recuerdas aquella vez en North Conway, cuando dijiste que los hombres se mataban unos a  otros por culpa del pecado original?
—Sí. No te muevas.
—Bueno, pues si existe el pecado original, si existe un Dios que, por un lado, nos quiere lo suficiente como para servirnos a su propio Hijo en la cruz y, por otro, nos envía directamente al infierno porque cierta zorra estúpida mordió la manzana que no debía, entonces la maldición que nos echó, es la siguiente: nos hizo avispas en lugar de abejas. Mierda, Howie, ¿qué haces?
—Estáte quieto y te lo sacaré. Si quieres gesticular, esperaré.
—Vale —repuso y permaneció quieto mientras le arrancaba el aguijón—. Las abejas son los kamikazes de la naturaleza, Bow-How. Mira esta urna; verás que las dos abejas que me picaron están en el fondo, muertas. Tienen aguijones dentados, como anzuelos. Entran con facilidad, pero cuando intentan sacarlos, se arrancan los intestinos. 
—Qué asco —exclamé mientras dejaba el segundo aguijón en el cenicero.
No veía los dientes del aguijón, pero, claro, tampoco tenía microscopio.
—Pero eso las hace muy especiales —prosiguió Bobby.
—Seguro.
—Las avispas, por el contrario, tienen aguijones lisos. Pueden picarte tantas veces como quieran. Al cabo de tres o cuatro picaduras, se les acaba el veneno, pero pueden seguir abriéndote agujeros siempre que quieran, y por lo general, lo hacen. Sobre todo este tipo de avispas que tengo aquí. Hay que darles tranquilizantes. Una cosa que se llama Noxon. Deben pillar una resaca de narices, porque se despiertan mucho más cabreadas que antes.
Me miró con expresión sombría, y por primera vez observé las oscuras ojeras de fatiga que le rodeaban los ojos. Me percaté de que mi hermano pequeño estaba más cansado que nunca.
—Por eso la gente sigue luchando entre sí, Bow-How. Una y otra vez, sin parar. Tenemos aguijones lisos. Ahora mira esto.
Se levantó, se acercó a su bolsa, rebuscó en el interior y, por fin, sacó un cuentagotas. Abrió el tarro de mayonesa, introdujo el cuentagotas en él y aspiró una pequeña burbuja del agua destilada de Texas.
Cuando lo llevó a la urna que contenía el nido de avispas, me di cuenta de que la tapa de aquella urna era distinta... Tenía una pequeña lengüeta deslizante de plástico. No hacía falta que me explicara la razón; con las abejas, no dudaba en retirar la tapa de la urna, pero en el caso de las avispas, no corría ningún riesgo.
Oprimió el pezón del cuentagotas. Dos gotas de agua cayeron sobre el nido de avispas, formando una mancha oscura que desapareció casi al instante.
—Esperaremos tres minutos —anunció mi hermano.
—¿Qué...?
—No hagas preguntas —interrumpió—. Ya lo verás. Dentro de tres minutos.
En aquel espacio de tiempo, se dedicó a leer mi artículo sobre la falsificación de obras de arte... pese a que ya tenía escritas veinte páginas en aquel momento.
—Muy bien —dijo por fin mientras dejaba el manuscrito—. No está mal, tío. Pero deberías leer algo sobre Jay Gould, el tipo que empapeló el salón de su tren privado con falsificaciones de Manet. Es una pasada.
Mientras hablaba, empezó a levantar la tapa de la urna de las avispas.
—¡Por el amor de Dios, Bobby, deja de hacer tonterías! —exclamé.
—El mismo gallina de siempre —se burló Bobby al tiempo que sacaba el nido, que era de un apagado color gris y del tamaño aproximado de un bolo.
Mientras lo sostenía en las manos, las avispas alzaron el vuelo y se posaron sobre sus brazos, mejillas y frente. Una de ellas voló hacia mí y aterrizó en mi antebrazo. Le propiné un manotazo y cayó muerta sobre la alfombra. Estaba asustado, quiero decir... asustado de verdad.
Tenía el cuerpo repleto de adrenalina y la sensación de que los ojos iban a salírseme de las órbitas.
—No las mates —advirtió Bobby—. Es como matar a bebés, no te pueden hacer ningún daño. He ahí el quid de la cuestión.
Sostenía el nido, ora con una mano, ora con otra, como si fuera una pelota de béisbol de
tamaño gigante. Lo lanzó al aire. Observé horrorizado cómo las avispas planeaban por el salón de mi piso como una patrulla de cazas.
Bobby volvió a introducir con todo cuidado el nido en la urna y se sentó en el sofá. Dio unas palmaditas en el lugar contiguo para que le acompañara. Me acerqué casi hipnotizado. Estaban en todas partes; sobre la alfombra, en el techo, en las cortinas. Media docena de ellas paseaba tranquilamente sobre la gran pantalla de mi televisor. 
Antes de que me sentara, Bobby apartó a un par de avispas que se hallaban en el lugar en que estaba a punto de posar el trasero. Los insectos se alejaron volando con rapidez. Todas ellas volaban con ligereza, andaban con facilidad y se movían deprisa. No tenían aspecto de estar drogadas. Cuando Bobby empezó a hablar, regresaron paulatinamente a su hogar, caminaron sobre él durante unos instantes y, por fin, desaparecieron en su interior a través de un pequeño agujero que se abría en la parte superior.
—No fui el primero en interesarme por Waco —explicó Bobby—. Resulta que es la ciudad más grande de una pequeña zona pacífica del que es, por número de habitantes, el estado más violento del país. A los texanos les encanta matarse a tiros, Howie, es el hobby del estado. La mitad de la población masculina va armada por la calle. Los sábados por la noche, los bares de Fort Worth son como galerías de tiro en las que uno dispara sobre borrachos en lugar de sobre patos de cartón. Hay más personas con licencia de armas que metodistas. No es que Texas sea el único lugar en que la gente se mate a tiros, se cosan a navajazos o meta a sus hijos en el horno si gritan demasiado, ya me entiendes, pero no hay duda de que les encantan las armas de fuego.
—Excepto en Waco —tercié.
—Oh, allí también les gustan las armas —repuso—. Sólo que las utilizan mucho menos.
Madre mía. Acabo de mirar el reloj. Tengo la sensación de haber escrito durante un cuarto de hora o algo así, pero lo cierto es que llevo más de una hora. Eso me pasa a veces cuando estoy trabajando a toda pastilla, pero ahora no puedo permitirme entrar en detalles sobre el tema. Me encuentro tan bien como siempre... Las membranas de la garganta no se me han secado, no me cuesta pensar en las palabras y al mirar lo que he escrito, sólo veo las habituales erratas y tachaduras. Pero de nada sirve engañarse. Debo darme prisa. «Oh, bobadas», exclamó Escarlata, y todo eso. 
Otros, en su mayoría sociólogos, ya habían investigado la atmósfera no violenta de Waco.
Bobby me dijo que, tras introducir suficientes datos sobre Waco y zonas similares en el ordenador, tales como densidad de población, edad media, nivel económico medio y otros muchos factores, se obtenía una información que indicaba la existencia de una anomalía. Por lo general, los estudios académicos no son jocosos, pero, aun así, algunos de los más de cincuenta que Bobby había leído sobre el tema insinuaban con sarcasmo que tal vez se debiera a «algo en el agua».
—Decidí que quizás había llegado el momento de tomarse la broma en serio —prosiguió Bobby—. Al fin y al cabo, hay algo en el agua de muchos lugares que previene la caries. Se llama flúor.
Viajó a Waco acompañado de tres asistentes; dos estudiantes de un postgrado de sociología y un catedrático de geología, que se hallaba en año sabático y estaba dispuesto a meterse en cualquier aventura. Al cabo de seis meses, Bobby y los estudiantes de sociología habían elaborado un programa de ordenador que ilustraba lo que mi hermano denominaba el único antiterremoto del mundo. Bobby llevaba una copia impresa bastante arrugada en la bolsa. Me la dio para que le echara un vistazo. Vi una serie de cuarenta círculos concéntricos. Waco se hallaba en el octavo, noveno y décimo empezando por el exterior.
—Ahora, mira esto —indicó al tiempo que colocaba una transparencia sobre la hoja. Más círculos, pero en este caso, cada uno iba acompañado de un número. El cuadragésimo llevaba el número 471, el trigesimonoveno, el 420, el trigesimoctavo, el 418. Y así sucesivamente.
En un par de lugares, las cifras ascendían un poco, pero sólo en un par de ellos, y sólo ligeramente.
—¿Qué significan estos números?
—Cada uno de ellos representa el índice de delitos violentos en el círculo correspondiente —repuso Bobby—. Asesinatos, violaciones, asaltos, palizas e incluso actos de vandalismo. El ordenador asigna una cifra según una fórmula que contempla la densidad demográfica. 
Señaló el vigesimoséptimo círculo, junto al que se veía el número 204.
—Esta zona tiene menos de cien habitantes, por ejemplo. La cifra representa tres o cuatro casos de violencia conyugal, peleas en bares, un delito de crueldad contra los animales, en el qué un granjero senil se enfadó con un cerdo y le disparó una bala de sal, si no recuerdo mal, y, por último, un homicidio involuntario.
Observé que, en los círculos centrales, las cifras descendían de un modo radical: 85, 81, 70, 63, 40, 21, 5. En el epicentro del antiterremoto de Bobby se hallaba la ciudad de La Plata. Parecía más que justificado afirmar que se trataba de una pequeña ciudad adormilada.
El número asignado a La Plata era el cero. —Aquí lo tienes, Bow-How —anunció Bobby al tiempo que se inclinaba hacia delante y se frotaba las largas manos con nerviosismo—. Mi nominado para el Jardín del Edén. Se trata de una comunidad de quince mil habitantes, veinticuatro por ciento de los cuales son de sangre mixta, y se les llama comúnmente indios. Hay una fábrica de mocasines, un par de talleres mecánicos, un par de granjas de tres al cuarto. Es todo el trabajo que hay. En cuanto al ocio, hay cuatro bares, un par de salas de baile donde puedes escuchar cualquier tipo de música siempre y cuando suene igual que Georg Jones, dos cines al aire libre y una bolera. —Hizo una pausa antes de proseguir—. También hay una destilería. No sabía que alguien hiciera un whisky tan bueno fuera de Tennessee.
En resumen, pues ya es demasiado tarde para extenderse, La Plata debería haber sido un caldo de cultivo ideal para el tipo de violencia casual que se encuentra cada día en las páginas destinadas a información policial del periódico local. Debería haberlo sido, pero no lo era. Sólo se había cometido un asesinato en los cinco años previos a la llegada de mi hermano, dos asaltos, ninguna violación, ningún caso denunciado de abusos a niños. Se habían perpetrado cuatro atracos a mano armada, pero todos ellos habían sido obra de personas que estaban de paso... al igual que el asesinato y uno de los asaltos. El sheriff era un viejo gordo republicano que sabía imitar bastante bien al cómico Rodney Danger-field. De hecho, se sabía que pasaba días enteros en la cafetería del pueblo, tocándose el nudo de la corbata y pidiendo a la gente que se quedara con su mujer, por favor. Mi hermano creía que había algo más que un pésimo sentido del humor en su conducta; de hecho, estaba bastante convencido de que el pobre hombre padecía los primeros síntomas de la enfermedad de Alzheimer. Su único ayudante era su sobrino. Bobby me dijo que el sobrino se parecía mucho a Júnior Samples, el personaje del viejo programa de country Hee-Haw.
—Pones a estos dos tipos en una ciudad de Pennsylvania similar a La Plata en todos los sentidos menos en el geográfico —prosiguió Bobby—, y ya los habrían echado a patadas hace quince años. En La Plata, en cambio, seguirán en sus puestos hasta que mueran... probablemente mientras duermen.
—¿Y qué hiciste? —inquirí—. ¿Qué procedimiento seguiste?
—Bueno, la primera semana después de reunir todo el rollo estadístico, nos quedamos sentados, mirándonos unos a otros fijamente. Quiero decir que estábamos preparados para algo, pero no para esto. Ni siquiera Waco te prepara para encontrarte con algo como La Plata.
Bobby se removió en el sofá e hizo crujir los nudillos.
—Dios mío, cómo odio cuando haces eso —exclamé.
—Lo siento, Bow-How —se disculpó Bobby con una sonrisa—. En cualquier caso,
empezamos a hacer pruebas geológicas, después análisis microscópicos del agua. No esperaba mucho de todo aquello. Todos los habitantes de la zona tienen su propio pozo, por lo general bastante profundo, y hacen analizar el agua con regularidad para asegurarse de que no están ingiriendo bórax o algo así. Si hubiera habido algo muy obvio, lo habrían descubierto hace mucho tiempo, de modo que pasamos al submicroscopio. Y ahí fue donde tropezamos con algo bastante raro.
—¿Qué quieres decir con algo bastante raro? 
—Interrupciones en las cadenas de átomos, fluctuaciones eléctricas subdinámicas y una proteína no identificada. El agua no es realmente H2O, sabes, no si le añades el sulfuro, el hierro y lo que sea que contenga el acuífero de una zona en concreto. Y el agua de La Plata... Bueno, tendría una sucesión de letras tan larga como la de un profesor emérito.
Le brillaban los ojos.
—Pero la proteína era lo más interesante, Bow-How. Por lo que sabemos, existe en un solo lugar aparte del agua de La Plata... el cerebro humano.
Oh, oh. Acaba de empezar, entre dos degluciones... la sequedad en la garganta. Aún es débil, pero ha bastado para hacerme levantar a tomar un vaso de agua helada. Me quedan unos cuarenta minutos.
Y, Dios mío, quedan tantas cosas que contar. Sobre los nidos de avispas que no podían picar, sobre el accidente que presenciaron Bobby y uno de sus asistentes, en el que los dos conductores, ambos hombres, borrachos y de unos veinticuatro años de edad, bombas sociológicas, en otras palabras, se limitaron a salir del coche, estrecharse las manos e intercambiar amistosamente los datos del seguro antes de dirigirse al bar más próximo para tomarse otra copa.
Bobby habló durante horas... más horas de las que me quedan. Pero el quid de la cuestión era bien sencillo, ya que consistía en la sustancia encerrada en el tarro de mayonesa.
—Ahora tenemos nuestra propia destilería en La Plata —relató—. Esto es lo que destilamos, Howie, aguardiente pacifista. El acuífero que hay bajo esa zona de Texas es profundo pero enorme; es como el lago Victoria vertido en el sedimento poroso situado sobre el Moho. El agua es potente, pero hemos conseguido que la sustancia que he echado en el nido de avispas sea aún más potente. Tenemos unos veinticuatro mil litros, almacenados en grandes depósitos de acero. A finales de año tendremos unos cincuenta y cinco mil, y en junio del año que viene, unos ciento veinte mil. Pero no basta. Necesitamos más, lo necesitamos deprisa... y además tenemos que transportarlo.
—¿Transportarlo? ¿Adonde? —interrumpí.
—A Borneo, para empezar.
Creí que había perdido el juicio o que le había oído mal. De verdad que lo creí.
—Mira, Bow-How..., perdón, Howie.
Estaba rebuscando de nuevo en su bolsa; sacó unas cuantas fotografías aéreas y me las alargó.
—¿Ves? ¿Ves lo perfecto que es? Es como si el propio Dios hubiera interceptado nuestras emisiones habituales con algo como: «Y ahora un boletín especial. ¡Esta es vuestra última oportunidad, gilipollas! Y ahora continuaremos con el programa Días de nuestras vidas».
—No entiendo nada —intervine—. Y no tengo ni idea de lo que significan estas fotos.
Por supuesto que lo sabía. Era una isla... no la propia isla de Borneo, sino una isla situada al oeste de Borneo y llamada Gulandio, que tenía una montaña en el centro y un montón de pequeños poblados fangosos en las faldas de ella. Era difícil distinguir la montaña entre las nubes que la cubrían. Lo que había pretendido decir era que no sabía qué estaba buscando en las fotografías.
—La montaña se llama igual que la isla —explicó Bobby—, Gulandio. En el dialecto local, significa gracia o sino o destino, según se mire. Pero Duke Rogers dice que es la mayor bomba de relojería del mundo... y que estallará en octubre del año que viene. Tal vez antes.
La verdadera locura es lo siguiente: esta historia sólo es una locura si se cuenta a la velocidad a la que voy a intentar contarla. Bobby quería que reuniera entre seiscientos mil y un millón y medio de dólares para hacer lo siguiente. En primer lugar, sintetizar entre doscientos mil y trescientos mil litros de lo que él denominaba «la sustancia concentrada», en segundo lugar, transportarla por vía aérea a Borneo, que tenía aeropuerto (en Gulandio podía aterrizar un ala delta, pero poco más), transportarla por barco a aquella isla llamada Sino, Destino o Gracia, en cuarto lugar, subirla en camiones por la falda del volcán, que había permanecido inactivo (salvo unas cuantas toses en 1938) desde 1804, y por último, verterla por el cráter del mismo. Duke Rogers se llamaba, en realidad, John Paul Rogers, y era el catedrático de geología. Afirmaba que lo del Gulandio no sería una mera erupción, sino una auténtica explosión, como la del Krakatoa
en el siglo diecinueve, que produciría una onda expansiva que reduciría la bomba química, que había contaminado Londres, a la categoría de un simple petardo. 
Los detritos de la erupción del Krakatoa, según me contó Bobby, habían cubierto todo el planeta. Los resultados observados habían desempeñado un papel de primer orden en la teoría del invierno nuclear del grupo de Sagan. Durante los tres meses siguientes a la erupción, los amaneceres y las puestas de sol de la mitad del planeta habían mostrado una combinación de colores grotesca a causa de la ceniza que transportaban tanto las corrientes altas como las corrientes de Van Alien, situadas cuarenta millas por debajo del Cinturón de Van Alien. Se produjeron alteraciones climáticas globales que persistieron durante cinco años, y las palmeras Ñipa, que antes sólo habían crecido en África oriental y Micronesia, empezaron a hacer su aparición en las dos Américas.
—Todas las palmeras Ñipa de Norteamérica murieron antes de 1900 —aclaró Bobby—, pero siguen existiendo al sur del ecuador. El Krakatoa las plantó allí, Howie, del mismo modo que yo pretendo plantar el agua de La Plata en todo el planeta. Quiero que la gente se empape de agua de La Plata cuando llueva... y lloverá un montón después de que el Gulandio explote; quiero que beban el agua de La Plata que caiga en sus embalses, quiero que se laven el pelo con ella, que se bañen en ella, que limpien sus lentillas con ella. Quiero que las putas se hagan sus duchas vaginales con ella.
—Bobby, estás loco —sentencié sabiendo que no era cierto.
—No estoy loco —replicó con una sonrisa torva y fatigada—. ¿Quieres saber quién está loco? Pon las noticias de la CNN, Bow... Howie. Verás quién está loco, y lo verás a todo color.
Pero no necesitaba poner la CNN (que un amigo llamaba El Triturador de Desgracias) para saber a qué se refería Bobby. Los indios y los paquistaníes estaban a punto de abalanzarse unos sobre otros. Los chinos y los afganos, otro tanto. Media África se moría de hambre, y la otra media se estaba extinguiendo por culpa del sida.
Se habían producido disturbios fronterizos a lo largo de toda la frontera entre Estados Unidos y México durante los últimos cinco años, desde que México cayó en manos de los comunistas, y la gente había empezado a llamar el punto fronterizo de Tijuana, en California, Pequeño Berlín a causa del muro. El repiqueteo de los sables se había convertido en un alboroto. El último día del año anterior, los Científicos de Responsabilidad Nuclear habían puesto su reloj negro en la cuenta atrás.
—Bobby, supongamos que se pudiera hacer y que todo ¡marchara según el plan —intervine—. Seguramente, no pasaría, pero supongamos que sí.
No tienes ni la menor idea de los efectos secundarios a largo plazo.
Empezó a responder pero lo acallé con un gesto.
—No se te ocurra siquiera decir que sí lo sabes, porque no es cierto. Has tenido tiempo de descubrir este fenómeno y aislar su causa, eso lo admito. Pero ¿has oído hablar alguna vez de la talidomida? ¿Ese estupendo remedio contra el acné que provocó cáncer y ataques al corazón en personas de treinta años? ¿Es que no te acuerdas de la vacuna contra el sida que se descubrió en 1997?
—Howie...
—Esa vacuna frenó la enfermedad, pero convirtió a los sujetos del experimento en epilépticos incurables que murieron al cabo de dieciocho meses.
—Howie...
—Y luego el...
—Howie...
Me detuve y volví la mirada hacia él.
—El mundo... —empezó Bobby antes de interrumpirse, apenas capaz de contener las lágrimas—. El mundo necesita medidas heroicas, tío. No conozco los efectos a largo plazo, y no hay tiempo para descubrirlos, porque no hay perspectiva a largo plazo. Tal vez podamos curar este desastre. O tal vez...
Se encogió de hombros, intentó esbozar una sonrisa y me airó con ojos brillantes mientras dos lágrimas rodaban por sus mejillas.
—O tal vez administremos heroína a un enfermo de cáncer en fase terminal. En cualquier caso, acabaremos con lo que está sucediendo ahora. Acabaremos con el dolor del mundo. Extendió las manos, con las palmas vueltas hacia arriba para que pudiera ver las picadas de abeja.
—Ayúdame, Bow-How. Ayúdame, por favor.
De modo que lo ayudé.
Y la fastidiamos. De hecho, creo que podría decirse que la fastidiamos bien fastidiada. ¿Y quieren saber la verdad? Me importa un comino. Matamos todas las plantas, pero al menos salvamos el invernadero. Algún día, volverá a crecer algo en él, espero.
¿Están leyendo esto?
Mis movimientos empiezan a tornarse algo pesados. Por primera vez en muchos años, me veo obligado a pensar en lo que hago. Los movimientos propios de escribir a máquina. Debería haberme dado más prisa al principio.
Da igual. Demasiado tarde para arreglarlo.
Lo hicimos, por supuesto. Destilamos el agua, la transportamos a Gulandio, construimos un ascensor primitivo, mitad polea a motor, mitad ferrocarril de cremallera, en la ladera del volcán, y vertimos más de doce mil bidones de veinte litros de agua de La Plata —en versión superconcentrada— a las lóbregas y nebulosas profundidades de la caldera del volcán. Lo hicimos en apenas ocho meses. No costó seiscientos mil dólares, ni un millón y medio, sino más de cuatro, menos, sin embargo, de la dieciseisava parte de lo que Estados Unidos había gastado en defensa aquel año. ¿Quieren saber cómo lo conseguimos? Se lo contaría si tuviera mas tiempo, pero tengo la cabeza a punto de estallar, así que no importa. La mayor parte la conseguí yo, por si les interesa. Uno poco de aquí y otro poco de allá. La verdad, no sabía que podía hacerlo solo hasta que lo hice. Pero lo logramos y de algún modo el mundo aguantó y el volcan... como se llame, no recuerdo el nombre, pero no hay tiempo para ojear el manuscrito, estalló como estaba.
Un momento. Vale, un poco mejor. Digitalina. Bobby la tenía. El corazón late como loco, pero puedo volver a pensar.
El volcán... Lo llamábamos Monte Gracia... estalló en el momento que Dook Rogers predijo. Todo se fue al carajo y por un momento la atención de todo el mundo se volvió hacia el cielo. Y fofadaz, dijo Escorbuta.
Pasó muy rápido corno el sexo y efexos especiales y todo ¡ el mundo se curó. Quiero decir un momento
Dios mío por favor déjame terminar esto. 
Quiero decir que todo el mundo se calmo Todo el mundo asumió cierta perceptiva de la situación. El mondo se volvió como las avispas del nido de Bobby el que me enseño las avispas que no picavan mucho. Tres años de veranillo de San-martin. La gente se juntaba como en la canción aquella de los Youngbloods que decia vamos todo el mundo debe unirse ahoramismo, lo que cerian los hipies, saven, paaz y amorr y un mmnto
Gran estallido. Siento que el corazón sale por las oregas. SPero si concentro todas mis fuerzas, mi concentración...
Fue como un veranillo de San Martín, eso es lo que quería decir, como un veranillo de San Martín que duró tres años. Bobby sigió con la investijacion. La Plata. Historial sociológico etc
Recuerdan el viejo skerifft El viejo gordo republicano que imitaba tan vien a Rodney Youngblod?
Que Bobby lijo que tenía los primeros síntomas de la enfermedad de lodney?
concéntrate hijo de puta. No sólo él; resulta que había un montón de eso en aquella parte de Texas. Quiero decir la enfermedad de All's Hallows. Bobby y yo passamos trez anos ahi. Creamos otro programa. Nueba gráfica de circuios. Vi lo que pasaba y volvi aqui. Bobby y los 2 assistentt se cedaron. Uno se pego un tiro digo Bobby cuando vino aqui. Un momento otro estal
Muy bien, ultima vez. Corazón late tan rápido que apenas puedo repirar. La nueba gráfica, la ultima, solo avertia si la pones sobre la grafa del fenómeno. Esta mostrava curba de violencia bajaba al acercar a La Plata, y la grafca de Alzheimer mostraba que incidencia seenilida precoc subía al acercar a La Plata. Por ahí, la gente so volvía muy tonta de muy joven.
Yo y Bobo tubimos musho cuidado en loz tres anos si-gientes, beber solo agua congas y llebar capas larjas bajo lluvia, asi que ningún guerra y todo el mundo se volvió tonoto, nosotros no y bolbí ací porque mi hermano no recuerdo su nombre...
Bobby. Bobby cuando bino antes lorando y dige Bobby te cicero Bobby dijo losiento he combertio esto en un mundo dímbé-ciles y tonts y dije mejor imbeziles y tnnots que una gran bola negrade cenizza enezpacio y lloró y lio tanbien Bobby te ciero y dijo me das injecion de agua espacial y dige si y dijo lo escrivires y dige si y creo que lo e echo pero no acuerdo veo palabas pero nose
que sihgnifica.
Tengo un Bobby su nomvbre es hermano y keo que e acavadpo y tengo una cajja para meterlo es Bobby dice lleno de are tankilo qu e dura un milon anos asi ce adiosadios todo el mano, boi a parar adiós bobby te quiero no fu culpa tu ia i te quiero perdono, te ciero
filmado (para mundoo), 


STEPHEN KING