Una figura roja con el rostro enmarcado por una toca blanca, una figura como la mía, una mujer anodina, con un cesto, que camina en dirección a mí por la acera de ladrillos rojos. Se detiene a mi lado y nos miramos la cara a través del túnel blanco que nos sirve de marco. Es la que esperaba.

        —Bendito sea el fruto —me dice, pronunciando el saludo aceptado en-tre nosotras.
         —El Señor permita que madure —recito la respuesta aceptada.

         Nos volvemos y pasamos junto a las casas, en dirección al centro de la ciudad. No se nos permite ir hasta allí, excepto de a dos. Se supone que es para protegernos, aunque es una idea absurda: ya estamos bien protegidas. La realidad es que ella es mi espía, y yo la suya. Si alguna de las dos comete un desliz durante uno de nuestros paseos diarios, la otra carga con la responsabilidad.

         Esta mujer es mi acompañante desde hace dos semanas. No sé qué pasó con la anterior. Un día sencillamente no apareció, y ésta estaba en su lugar. No se hacen preguntas sobre este tipo de cosas, porque las respuestas suelen ser desagradables. De todos modos, tampoco habría respuesta.

         Ésta es un poco más regordeta que yo. Tiene ojos pardos. Se llama Deglen, y ésas son las dos o tres cosas que sé de ella. Camina recatadamente, con la cabeza baja, las manos de guantes rojos cruzadas delante, y con pasitos cortos, como los que daría un cerdo entrenado para caminar sobre las patas traseras. Durante las caminatas jamás ha dicho nada que no sea estrictamente ortodoxo» así que yo tampoco. Debe de ser una auténtica creyente, en su caso lo de Criada debe de ser algo más que un nombre. Así que no puedo correr el riesgo.

          —He oído decir que la guerra va bien —comenta.
          —Alabado sea —respondo.
          —Nos ha tocado buen tiempo.
          —Lo cual me llena de gozo.
          —Desde ayer, han derrotado a más grupos de rebeldes.
          —Alabado sea —digo. No le pregunto cómo lo sabe—. ¿Qué eran?
         —Baptistas. Tenían una fortaleza en los Montes Azules. Pero los obli-garon a desalojarla con bombas de humo.
          —Alabado sea.

         A veces me gustaría que se callara y me dejara pasear en paz. Pero estoy hambrienta de noti-cias, cualquier tipo de noticias; aunque fueran falsas, igual significarían algo.

         Llegamos a la primera barrera, que es como las que usan para blo-quear el paso cuando hacen obras, o para levantar las alcantarillas: una cruz de madera pintada con rayas amarillas y negras y un hexágono rojo que significa Alto. Cerca de la puerta hay algunos faroles que están apagados porque aún no ha oscurecido. Sé que por encima de nuestras cabezas hay focos sujetos a los postes de teléfono, y que se usan en casos de emergencia; y que en los fortines, a ambos lados de la carretera, hay hombres apostados con ametralladoras. La toca que me rodea la cara me impide ver los focos y los fortines. Pero sé que están.

      Detrás de la barrera, junto a la estrecha entrada, nos esperan dos hombres vestidos con el uniforme verde de los Guardianes de la Fe, con penachos en las hombreras y la boina que luce dos espadas cruzadas encima de un triángulo blanco. Los Guardianes no son soldados auténticos. Les asignan tareas de vigilancia y otras funciones de lacayos, como cavar la tierra en el jardín de la Esposa del Comandante, y son tipos estúpidos o mayores o inválidos o muy jóvenes; y además están los Espías de incógnito.

      Estos dos son muy jóvenes: uno de ellos aún tiene el bigote ralo y el otro la cara roja. Su juventud resulta conmovedora, pero sé que no debo engañarme. Los jóvenes suelen ser los más peligrosos, los más fanáticos y los que más se alteran cuando tienen un arma en las manos. Aún no poseen experiencia. Hay que tener mucho tacto con ellos.

         La semana pasada, aquí mismo, le dispararon a una mujer. Era una Martha. Estaba hurgando en su traje, buscando el pase, y ellos creyeron que iba a sacar una bomba. La tomaron por un hombre disfrazado. Ha habido varios incidentes de este tipo.

         Rita y Cora conocían a esa mujer. Las oí hablar de ella en la cocina.

         Cumplieron con su obligación, dijo Cora. Velar por nuestra seguridad.

         No hay nada más seguro que la muerte, dijo Rita en tono airado. Ella no se metía con nadie. No había razón para dispararle.

         Fue un accidente, replicó Cora.

      Nada de eso, protestó Rita. Todo esto es desagradable. Yo la oía re-mover las cacerolas en el fregadero.

         Bueno, de todas maneras se lo pensarían dos veces antes de hacer vo-lar esta casa, afirmó Cora.

         Da igual, respondió Rita. Ella era muy trabajadora. No se merecía mo-rir así.

         Hay muertes peores, comentó Cora. Al menos ésta fue rápida.

       Tú puedes decirlo, concluyó Rita. Yo preferiría tener un poco de tiem-po. Para arreglar las cosas.


El cuento de la criada", de Margaret Atwood
Fragmento del Capítulo III - 1985
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