EL OCÉANO INVISIBLE

Roque se apropió de la casa hace una década, apenas una cabaña abandonada, situada en la cima de una colina que da al Pacífico. Era un hombre mayor cuando desembarcó, ahora es un anciano. Dejó la caleta y subió por la colina sin tener claro a dónde se dirigía. Vio una casa descuidada, la hierba crecida, los vidrios rotos. Encontró la puerta sin seguro, entró y se quedó.  Vino al océano a esperar la muerte. No anhelaba morir, no era suicida ni buscaba lástima, aguardaba porque era lo que deseaba hacer. Había llegado a la vejez solo, quería esperar el fin con calma, entregarse así como uno se deja llevar por un dormir profundo sin sueños ni pesadumbre, sin la angustia prometida por la procesión de días. A esa altura sabía quién era y la quietud se había afirmado en él. En la vida de Roque ya nada acontece, no se angustia por las cosas que antes lo desvelaban y todo es más sencillo, no siente la necesidad de resolver nada, jamás la hubo, ahora comprende eso. 

Nunca se acostumbró a la enormidad del mar, la belleza azul y gris del océano que se infla y revienta contra las rocas. El estruendo es eterno y es parte de la casa pero solo lo oye cuando decide escucharlo. Ahora lo siente con más detención, ahora que la vista le falla, que los detalles de las olas se desdibujan y los colores del atardecer se vuelven una luz difusa de la que a veces duda. La ceguera partió hace unos ocho o nueve meses, primero notó que el brillo normal de las cosas se había atenuado, como si usara lentes oscuros, o como si los días siempre estuviesen nublados. No le dio mayor importancia, incluso se convenció de que el fulgor del mundo previo era un engaño de la memoria, que nunca fue así, como le pasaba con los recuerdos apócrifos de la niñez cuando todo aparentaba ser más luminoso. 

Vive con un perro bello, llegó solo, grande y negro con una lengua azul. No le puso nombre, llegó crecido, sintió que ponerle uno a esa altura sería una falta de respeto, que sería arrebatarle un nombre que él ignoraba. A veces una que otra persona lo viene a visitar, pero ellos tienen vidas, cosas que hacer, no espera que alguien venga a cuidarlo. No quiere eso. Los jóvenes hablan de la soledad como si fuese algo terrible o triste, que lo peor que le puede pasar a alguien es morir solo. No entienden, no tienen cómo entenderlo. Estar solo ahora, cuando las cosas se acaban, es un alivio, ya no hay para qué ni para quién disimular, no hay máscaras que exhibir, puede ser nadie sin fingir ser alguien. A Roque siempre le agotó ese aspecto de estar en la presencia de otros, la presión de tener que vestirse de alguien, de actuar como si fuese alguien, un alguien que nos inventamos para no incomodar a los demás con nuestros vacíos. Ahora por fin siente que puede abandonar ese teatro y descansar en su propio vacío. Hay un pequeño triunfo en eso, llegar a la muerte sabiendo estar con uno mismo, sin ruido, sin dependencia. 

La segunda señal fue cuando empezó a chocar con los pocos muebles que hay en la casa. Una mañana, al pasar a la cocina, su cadera dio con el respaldo de una silla, a los pocos minutos ocurrió de nuevo, rozó la esquina de la mesa, en la tarde pateó sin querer el tacho de basura. El campo visual se le estaba cerrando, las cosas que antes percibía en las periferias ya no se le revelaban. El deterioro era evidente pero no quiso aceptarlo. Cada mañana se miraba al espejo que tiene en la pieza y se evaluaba. Flaco, pelo completamente blanco, la espalda un poco encorvada, pero el cuerpo fuerte aún. Este año cumple ochenta y dos. Se revisaba la piel, los lunares, notó que le costaba encontrarlos en el espejo y que cada semana que pasaba debía acercarse un poco más al reflejo para descubrirlos. 

En las tardes se alza la niebla del océano y se instala el frío. Sin luz de afuera solo ve umbras y penumbras, pero ahora conoce la cabaña de memoria. Ya no choca con muebles ni se tropieza con la alfombra. La rutina siempre es la misma, cuando cae la sombra y sube el frío, va por la leña que guarda en la terraza bajo una lona impermeable. Hace tres viajes, puede cargar cuatro leños cada vez. Los apila al lado de la chimenea y agarra los fósforos que guarda debajo del calefont. Toma tres hojas de diario, la banqueta de madera y se sienta frente a la chimenea. Dispone la leña sobre el papel arrugado y le da fuego. Aún logra percibir la luz de las llamas, es un brillo débil, a veces amarillento a veces rojizo. Deja que el papel de diario arda hasta oír la madera crepitar, hasta oler el pino quemado y sentir el calor contra su rostro. Anima el fuego con un secador de pelo que mantiene enchufado al lado del nicho. El perro lo acompaña, está ahí con cada paso que da. El animal se acuesta frente a de la chimenea y se deja temperar.

Al comienzo no le contó a nadie que estaba perdiendo la vista. Un par de veces al mes lo visita un hijo, a veces una que otra nieta. Todos viven lejos del océano, allá en la ciudad, de vez en cuando alguno se queda más rato como suele ocurrir en el verano cuando se pueden tomar una semana o dos, pero entiende que poco a poco esas estadías se harán más cortas y menos frecuentes. Sus vidas son jóvenes, tienen familias, planes, otros viajes, el futuro para ellos es algo que aún no ocurre. 

El primero en notarlo fue un amigo que también vive en la costa, en el pueblo contiguo. Vio que caminaba por la cabaña con una mano siempre tocando la pared o algún mueble. No le dijo nada hasta la tercera visita. Su amigo también viene poco, pero no porque esté ocupado ni tenga grandes planes sino porque es viejo como Roque y cultiva su propia soledad, espera tranquilo su propio fin. Esa historia es suya.


«El océano invisible», de Mike Wilson  - Bloc Descontexto Editores, 2021

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