“Lo sabía –pensaba– no podía ser de otra manera. He trabajado toda mi vida, he mantenido a mi familia, he dejado a mis hijos una herencia respetable. En síntesis, he cumplido con mi deber; por eso estoy en el paraíso”.
El señor que lo acompañaba se presentó con el nombre de Francesco y le dijo que se encontraba ahí desde hacía diez años. “¿Contento?”, le preguntó Martella con una sonrisa de complicidad, como si la pregunta fuera ridículamente superflua. Francesco lo miró fijamente: “¿Cómo negarlo?”. Los dos rieron.
¿Acaso Francesco era funcionario del municipio o lo hacía por mera cortesía? Condujo a Martella de una calle a otra, de maravilla en maravilla. Todo era perfecto, ordenado, limpio, sin ruido y sin malos olores. Caminaron largamente sin que Martella, que era bastante corpulento, sintiera ningún cansancio.
En una esquina estaba estacionado un vehículo de lujo con un chofer de librea que esperaba. “Es de usted”, dijo Francesco e invitó a Martella a subir. Dieron un largo paseo. El invitado miraba a la gente en las calles, hombres y mujeres de diferentes edades y de variada condición social, pero todos bien vestidos y de aspecto floreciente. Todos tenían buena expresión; sin embargo, en sus rostros se advertía una especie de fijeza, de aburrimiento secreto.
“Por supuesto –se dijo Martella– no pueden estar riendo de felicidad todo el día”.
Se estacionaron en uno de los palacios más bellos. “Es su casa”, dijo Francesco, invitándolo a entrar. La casa que había tenido Martella en el mundo era una pocilga comparada con esto.
Como en los cuentos de hadas, había de todo: salones, estudio, biblioteca, sala de billar y una serie de comodidades que es inútil enumerar; jardín, naturalmente, con cancha de tenis, pista para correr, alberca y un lago con peces. Y por todas partes servidores que esperaban órdenes.
Subieron en el ascensor al último piso. Ahí se encontraba, entre otras cosas, un encantador salón de música con un inmenso vitral por donde escapaba la mirada.
Martella reía maravillado. Por más que forzase la vista, no alcanzaba a ver el límite de la ciudad: terrazas, cúpulas, rascacielos, torres, pináculos, banderas al viento y, una vez más, terrazas, cúpulas, pináculos, torres, banderas, siempre más y más lejanas que parecerían no tener fin. Pero había otra cosa: no se veía ningún campanario. Entonces Martella preguntó: “¿Y las iglesias, que no hay iglesias aquí?”. “¡Bah!” respondió Francesco y pareció sorprendido por la ingenuidad. “Aquí no parecen necesarias, ¿no es verdad?”. “¿Y Dios?”, preguntó Martella (en su corazón no le importaba en lo absoluto, pero le parecía necesario, solo por cortesía, preguntar por el anfitrión, por el señor de aquel reino). “¿Y Dios? Recuerdo que cuando era pequeño, en el catecismo decían que en el paraíso uno puede ver a Dios. ¿No se puede ver desde aquí arriba?”.
Francesco rió, en un tono un poco burlón, para ser sinceros. “Hey, querido Martella, perdóneme si se lo digo, pero me parece que usted es demasiado pretencioso”. (Pero ¿por qué se reía de aquel modo tan antipático?). “Cada uno tiene el paraíso que se merece; por supuesto, conforme a su propia naturaleza. ¿Por qué se interesa ahora por Dios, si jamás creyó en él?”. Martella no insistió; después de todo ¿qué le importaba?
Visitaron, no todo el palacio que era enorme, sino los sitios principales: el conjunto prometía una estancia beatífica. Después, Francesco le propuso ir al Círculo: ahí, Martella podría conocer a un grupo de sus amigos más entrañables. Mientras salían, el exdirector de seguros, con curiosidad no exenta de astucia, susurró a su guía: “¿Y las damiselas? ¿No hay jóvenes damiselas?”. (No porque en la calle no las hubiera visto: una más bella que la otra; pero quería saber si él, a su edad, sin poner en juego su prestigio, hubiera podido etcétera, etcétera). “Qué pregunta”, dijo Francesco con aquel tono burlón. “¿Usted cree que falten, justo aquí en el paraíso?”.
En el Círculo, una residencia digna de un monarca, siete u ocho señores de conspicua altura social se reunieron en torno a Martella con la cordialidad de los viejos amigos. Tuvo la impresión de reconocer a dos; tuvo incluso la vaga sospecha de que habían sido colegas, rivales suyos, a quienes quizá les había hecho alguna mala jugada. Pero no estaba seguro. Al resto no lo reconoció. “¡Hete aquí también tú!”, dijo el más viejo de aquellos señores, de cabellos blancos, y que lo contemplaba dignamente ávido: “¿Contento?, ¿contento?”. “Forzosamente contento”, respondió Martella, atrapando al vuelo un aperitivo que le ofrecieron. “¿Por qué dices forzosamente? –intervino otro, flaco, sobre la treintena, con un rostro parecido al de Voltaire, con un gesto en los labios un poco irónico y amargo– ¿crees que es obligatorio estar contento?”.
“Te suplico que no empieces con tus necedades, te lo ruego”, le dijo el viejo de pelo blanco, como si esas palabras lo hubieran molestado. “Por mi parte, digo que es prácticamente obligatorio. Todo aquello que nos hacía sufrir allá... –hizo un gesto extraño que Martella no había visto jamás, evidentemente un gesto convencional y bastante común en el más allá para indicar la primera existencia– todo aquello que nos hacía sufrir allá, ahora ha desaparecido”.
“¿Todo, absolutamente todo? ¿Incluyendo a los que no nos caían bien?”, preguntó Martella para hacerse el gracioso. “Eso espero”, dijo el viejo de cabellos blancos. “¿Y enfermedades?, ¿no hay siquiera resfriados?”. “¿Enfermedades? ¿Entonces para qué se estaría en el paraíso?”. Y acentuó esta última palabra como si la despreciase.
“Tranquilízate –confirmó el flaco fijando la mirada en su nuevo compañero– es inútil esperar enfermedades. No vendrán”. “¿Y qué te hace pensar que las espero? Ya he tenido bastantes, yo diría”, contestó Martella complacido de que le hubiese salido, espontáneamente, una gracejada.
“Nunca se sabe, nunca se sabe”, insistió el flaco. No se entendía si estaba bromeando o no. “No espere estar algún día en la cama con fiebre... o tener dolor de muelas... Ni siquiera un retortijón. ¡Ni siquiera un vulgar retortijón le será concedido!”. “Pero ¿por qué le hablas así? ¡Como si fuera una desgracia!”, exclamó el viejo, dirigiéndose al recién llegado. “No se preocupe. ¿Sabe?, él se divierte haciendo bromas”.
“Sí, ya me di cuenta”, dijo Martella con forzada desenvoltura, porque en realidad se sentía bastante incómodo. “Entonces, aquí no existe el dolor”.
“No existe el dolor, querido mío –confirmó el señor de cabello blanco– por lo tanto no existen hospitales, ni manicomios, ni asilos”. “¡Precisamente! –aprobó el flaco–, ¡vamos, explícale todo bien!”. “Exacto” –continuó el viejo señor–, “nosotros no tenemos dolores. Y por lo tanto nadie tiene miedo. ¿De qué cosa temeríamos? Ya verás que nunca vas a volver a sentir el corazón desbocado”.
“¿Ni cuando tenga sueños desagradables? ¿Ni cuando tenga pesadillas?”.
“¿Y por qué crees que vas a tener pesadillas? No creo que siquiera vayas a soñar. Desde que estoy aquí no recuerdo haber soñado una sola vez”.
“¿Y tienen deseos? Me imagino que tienen deseos...”.
“¿Deseos de qué? Lo tenemos todo. ¿Qué más podemos desear? ¿Qué nos hace falta?”.
“¿Y las así llamadas... penas de amor?”.
“Tampoco eso, naturalmente. Ni deseos, ni amores, ni arrebatos, ni odios, ni guerras. Aquí todo es absolutamente tranquilo”.
En ese momento, el flaco se levantó con una expresión dura en el rostro. “Ni siquiera lo pienses –dijo a Martella con ímpetu–, clávatelo en la mente. Aquí todos somos felices, ¿entiendes? Nada te va a costar trabajo. Nunca te sentirás cansado, no tendrás sed, nunca te dolerá el corazón a la vista de una mujer, nunca recibirás la luz del amanecer como una liberación, revolcándote en tu cama. Aquí no tenemos ni nostalgias, ni remordimientos, nada nos da miedo, ¡no tenemos miedo ni del infierno! Somos felices, como puedes darte cuenta”. (Aquí hizo una pausa, como si se le atravesase un pensamiento desagradable). “Y además... además, especialmente una cosa, entre nosotros no existe la muerte, ¿entiendes? Ya no tenemos la facultad de morir”.
“Qué maravilla, ¿verdad? Estamos de-fi-ni-ti-va-men-te (remarcando las sílabas), definitivamente exonerados. Aquí pasa lentamente el tiempo, hoy es igual a ayer, mañana igual a hoy, nada malo nos puede suceder –la voz se hizo lenta y grave. ¿Te acuerdas cuánto odiábamos la muerte? ¡Cómo nos amargaba la vida! Y los cementerios, ¿te acuerdas? Y los cipreses. Y las luces en la noche, y los fantasmas, los fantasmas con cadenas que salían de sus tumbas... Y el pensamiento sobre el más allá, las discusiones que se hacían a ese respecto, aquel misterio, ¿te acuerdas? ¿Quién se acuerda de eso ahora? Aquí todo es diferente; aquí somos libres finalmente, no hay nadie que nos espere a la puerta. Qué satisfacción, ¿no es verdad? ¡Qué maravillosa alegoría!”.
El viejo señor, que había escuchado el discurso con creciente aprensión, intervino duramente: “¡Ya basta! ¡Ya basta! ¿Cómo es posible que pierdas así el control?”.
“¿El control? Y ¿qué me importa? ¿Y por qué no tendría que saberlo él? –exclamó el flaco, bufando, dirigiéndose otra vez a Martella–: Has venido tú también a marchitarte, ¿qué no lo entiendes? A miles de personas les pasa lo mismo que a ti, ¿sabías? ¡Y encuentran su automóvil, castillos, teatros, mujeres, paseos, y no tienen enfermedades, ni amores, ni ansia, ni miedo, ni remordimientos, ni deseos, ni nada!”.
Era demasiado. Sin escándalo pero con una extrema firmeza, tres de los presentes, entre ellos el viejo de cabellos blancos, cogieron al flaco por los brazos, llevándolo por la fuerza hacia la salida, como convenía a un pacto imperioso del cual dependía la existencia común. Por otra parte, la prontitud de la intervención denotaba que no era una novedad. Escenas del mismo género seguramente habían sucedido muchas veces.
El flaco fue expulsado por la puerta y después por la escalera hacia el jardín, pero continuó gritando, siempre dirigiéndose a Martella: “¡Conserva tu palacio, los jardines, las joyas, diviértete si eres capaz. ¿Qué no te das cuenta de que hemos perdido todo? No has entendido que...”. Aquí las palabras fueron sofocadas, como si le hubieran puesto una mordaza. La frase terminó en un murmullo informe que Martella no pudo descifrar. Ya no importaba, después de todo. Una voz sutil, extremadamente precisa murmuró: “Estamos en el infierno”.
“¿El infierno? ¿Con esos palacios, esas flores y tantas criaturas agraciadas? ¿Esto, el infierno? ¡Qué absurdo!” Sin embargo, Stefano Martella miraba extraviado en torno suyo, sintiendo que se le desbordaba el corazón. Miraba invocando algo que lo desmintiera. Pero a su alrededor se encontraban seis o siete rostros impecables, con la piel lisa y bien alimentada. Rostros misteriosos que lo miraban con los labios cerrados y regularmente regocijados. Un sirviente se acercó para ofrécele otra copa. Martella tomó un sorbo con disgusto; se sentía horriblemente solo, abandonado por la humanidad; lentamente se repuso, miró a la cara a sus queridos amigos, uniéndose a la desesperada conjura. Y todos juntos, con un enorme cansancio, trataron de sonreír.
Extraños nuevos amigos”, Dino Buzzatti
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