México despierta. Es todavía de noche y sigue lloviendo. En la avenida División del Norte hay un pájaro de color indescifrable: inmóvil y solitario, trata de ensayar algunos trinos. El árbol tiembla. Casi no tiene hojas y su corteza es del color del pájaro. Árbol y pájaro ensayan algunos trinos. Me detengo y, bajo la lluvia, los escucho con asombro. De pronto, alguien solloza. Levanto los ojos, muevo las manos, interrumpo mi camino junto al jardín.
Un mendigo discute con otro: no se miran, se ríen, ya no se hablan. El más joven quisiera olvidarlo todo, pero se arrepiente. Da un grito, cierra los ojos y se arrepiente. En el urinario que hay al fondo de la iglesia de San Juan Bautista, me tropiezo con la vieja semidesnuda: sonríe como una niña después de tomarse la leche. Casi no tiene dientes. Con permiso, le digo, pero ella no se mueve hasta que salgo de allí con un poco de miedo.
Entonces corro entre dos palmeras y me precipito hacia el interior del templo donde un sacerdote de muy baja estatura, casi un enano, explica a unos cuantos feligreses que el fin del mundo sucederá en los próximos días y que el castigo puede ser terrible, sin ninguna misericordia.
El despertar”, de Hernán Lavín Cerda
en Cien microcuentos chilenos, 2002
Edición a cargo Juan Armando Epple
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