Era tan silencioso, pequeño y delgado, que era como si no estuviera. El cuñado. De quién era cuñado, no lo sabían. Ni de dónde venía, ni si pensaba irse. No habían adivinado dónde dormía por las noches, aunque buscaron alguna zona hundida en el sofá, algún desorden en las toallas. No dejaba olor. No sangraba, no lloraba, no sudaba. Estaba seco. Incluso su orina se separaba del pene y entraba en el retrete casi antes de salir de su cuerpo, como una bala de pistola.
Apenas lo veían. Si entraban en una habitación, desaparecía como una sombra, escurriéndose a través de la puerta, rozando el umbral. Solo lo oían suspirar, y ni siquiera estaban seguros de que no hubiera sido la brisa sobre la grava.
No conseguía pagarles. Dejaba el dinero todas las semanas, pero, cuando entraban en la habitación como siempre, despacio, ruidosamente, el dinero solo era una neblina verde y plata en la bandeja de la abuela, y cuando alargaban la mano para tomarlo, ya no estaba allí.
Pero por otra parte no les costaba nada. Ni siquiera podían decir si comía, porque se servía tan poco que no era nada para ellos, grandes comilones. Salía de noche de algún rincón y rondaba por la cocina con un cuchillo afilado en la mano blanca, de huesos delicados, cortando lonjas de carne y pan, y picando nueces, hasta que el plato, fino como una hoja de papel, le parecía pesado. Se llenaba la taza de leche, pero la taza era tan pequeña que apenas contenía medio centilitro.
Comía sin un ruido y, muy limpio, no dejaba que se le cayera de la boca ni una gota. Cuando se limpiaba los labios en la servilleta, no dejaba marca. No manchaba el plato, ni dejaba migas en el salvamanteles, ni huellas de leche en la taza.
Habría resistido años, si un invierno no le hubiera resultado demasiado duro. Pero no podía soportar el frío y empezó a disiparse. Durante mucho tiempo no estuvieron seguros de que siguiera en la casa. No había forma de saberlo con certeza. Pero en los primeros días de la primavera limpiaron la habitación de invitados donde, como correspondía, él había dormido, y donde ya solo era una especie de vapor. Lo sacudieron del colchón, lo barrieron del suelo, lo limpiaron del cristal de la ventana y jamás supieron lo que habían hecho.


“El cuñado”, de Lydia Davis
en Cuentos completos, 2011