El teléfono sonaba a lo lejos: Grady nunca había considerado tan importante una llamada; sin hacer caso de la extensión que había en la cocina, atravesó corriendo un laberinto de pasillos del servicio hasta llegar al apartamento exterior y a su propio cuarto. Era Apple, y llamaba desde East Hampton. Habla despacio, le dijo Grady, porque al otro lado de la línea sólo oía un montón de palabras farfulladas: ¿Qué intentaba arruinar a la familia?, dijo, cuando cayó en la cuenta de que la prolija y dramática parrafada de Apple se refería a Peter Bell y la foto del periódico: ay, alguien se la había enseñado. En circunstancias normales, Grady le habría colgado el teléfono; pero ahora, cuando hasta el suelo parecía haber perdido solidez, se aferró al sonido de la voz de su hermana. La sonsacó, se explicó, aceptó insultos. Poco a poco Apple se dulcificó hasta el punto de que puso al teléfono a su hijo pequeño y le hizo decir hola, tía Grady, ¿cuándo vienes a vernos? Y cuando Apple, asumiendo este ruego, le sugirió que fuese a pasar la semana a East Hampton, Grady no opuso la menor resistencia: antes de colgar quedó acordado que iría en coche a la mañana siguiente.

Junto a su cama había una muñeca de trapo, una niña fea y descolorida, con una madeja de hebras rojizas y desgreñadas; se llamaba Margaret, tenía doce años y seguramente era más mayor, porque ya era bastante adefesio cuando Grady la encontró abandonada por alguna otra niña en un banco del parque. En casa todo el mundo se había fijado en lo mucho que se parecían, pues las dos eran flacas, desaliñadas y pelirrojas. Ahuecó el pelo de la muñeca y le alisó la falda; era como en los viejos tiempos, cuando Margaret le había ayudado tanto: oh, Margaret, empezó, y se detuvo, paralizada por la idea de que los ojos de Margaret eran botones azules y de que la muñeca ya no era la misma.

Se desplazó con cuidado por la habitación y levantó la mirada hacia un espejo: también Grady había cambiado. No era una niña. Había sido una excusa tan ideal que en cierto modo se había empeñado en pensar que lo era: cuando, por ejemplo, le había dicho a Peter que no había pensado si se casaría o no con Clyde le dijo la verdad, pero sólo porque consideraba que aquello era un problema de adultos. Los matrimonios se celebraban mucho más adelante, cuando empezaba la vida gris y seria, y ella estaba convencida de que la suya no había comenzado; ahora, sin embargo, al verse oscura y pálida en el espejo, supo que la estaba viviendo desde hacía mucho tiempo.

Crucero de verano", de Truman Capote
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