Alex K, de Bristol, Inglaterra, se había relacionado, a sus dieciocho años, con más drogas que mujeres. Yo no sumaría ninguna de las dos listas, sólo sería observadora de cómo se engrosaban ambas, sin que él hiciese un miserable esfuerzo.
Él fue el primer ser humano al que vi esnifar cocaína, y el único hombre que, hasta hoy, me ha preguntado si tengo condones para usarlos con otra. Puedo decir, tranquilamente, que fuimos como hermanos ese par de días que nuestros caminos se cruzaron.
Alex se encuentra en Brasil, y en un par de horas sospecho que volverá al Reino Unido. Desde que nos separamos ha estado en Bolivia, Chile, Argentina, Perú y Paraguay. Rara vez me acuerdo de él, ahora que han pasado meses, y él no debe recordar jamás a la chica que tuvo que acompañar por las nocturnas calles de Oruro cuando la verbena ensordecía la ciudad. Pero la verdad es que Alex se transformó en algo así como un cupido drogo, un querubín mandibuloso, en esa graffitada habitación de un hostel de La Paz. Claro, después de la ringlera de insultos que recibió de mi parte.
La noche anterior había sido un desenfreno de despedidas y buenos deseos. La mañana un desenfreno de bombazos y risotadas. Alex no tenía apuro, se quedaría un par de días más en La Paz (todos estábamos desesperados por irnos, tras el carnaval y los feriados absolutos y chiclosos) y luego iría, tal vez a Cochabamba, tal vez a Rurrenabaque, tal vez a Asia Central.
Yo, como siempre, estaba apurada, quería salir pronto de ahí, seguir mi camino y no detenerme más. Pero antes quería enviar una carta y hacer fotos de la pseudocapital. Mi mochila, un gigante rojo, era un impedimento, por lo que Alex se ofreció a cuidármela en su habitación, mientras yo recorría las calles adoquinadas, descendentes y serpenteantes. Desayunamos en un puesto del mercado y acordamos juntarnos a la una afuera de la catedral de la Plaza Murillo.
Nunca ocurriría.
Por diferentes motivos, ninguno estuvo ahí a la hora indicada. Sólo llegamos a vernos otra vez, a las ocho de la noche. Yo había pasado –infiltrada– horas en la cocina del hostal, conversando con cuanto hospedante pasara por allí (diecisiete, en total), tomando agua caliente con azúcar y aceptando cualquier sobra de comida que ofrecieran.
Una vez que, desde la cocina, escuché cómo comenzaba a llover, decidí no esperar más. Recordé a Martín, un argentino cocainómano amigo de Alex, que se hospedaba en la habitación 14. Me deslicé por los pasillos, pegada a las paredes, y lo encontré al instante. Le pregunté por Alex (algo que había hecho durante las últimas cinco horas sin resultados positivos) y me mencionó con una seguridad deliciosa y unos ojos brillosos que “el chabón estaba en la 28”. Hasta ese minuto yo creía que sólo existían veinte habitaciones…
La busqué, vi la puerta entreabierta y entonces todo se transformó en un fotograma. Empujé suavemente la puerta, viendo de inmediato a un hombre de espaldas y frente a él el rostro de Alex que se trasformó en una mueca asombrada e incrédula ante mi aparición. Luego, sólo gesticulaciones nerviosas, perdones, insultos, disculpas, retos…, todo en un intachable inglés nativo y en uno impolutamente aprendido. El tipo que hasta ese minuto hablaba con Alex, ahora puesto a un lado, nos miraba concentrado fumando un cigarrillo. Alex, deshecho en explicaciones, intentaba hacerme aceptar un taxi pagado por él para que a esa hora tomara el bus en el que saldría de La Paz. Yo, sospechando algo grande en mi futuro, y segura de la estupidez de irme a las ocho de la noche a tomar un bus que partía a las tres de la tarde, rechacé su propuesta, aceptando, sin embargo, quedarme esa noche en esa habitación, auspiciada por sus euros preciosos.
Alex partió a buscar mi mochila y al volver ya nada era lo mismo entre el desconocido y yo. El putito mecanismo de tuercas y tubos había comenzado otra vez, inconsciente, a funcionar bilateralmente. Esa noche se traduciría en sospechas, esperanzas, celos, canciones, cigarros y equivocaciones, en recomendaciones musicales y literarias, y en ocultos deseos y sonrisas equívocas, que hoy, noventa y seis días después, sólo traerían angustia a dos vidas tontas.
Alex deambula por Brasil, lo he dicho.
Cuando vino a mi ciudad e intentó contactarme para ser alojado (un trato que habíamos explicitado previamente) yo me encontraba perdida, por su indirecta culpa, en una ciudad lejana y fría.
Alex nunca sabrá lo provocado, no podrá aceptar entonces que fue él quien desató las furiosas fuerzas sadomasoquistas de dos sudamericanos insensatos. No será el padrino de los hijos que no nacieron. No será el juez de una unión no concretada. No volverá a estas lejanas tierras sino hasta dentro de decenas de años, cuando todos los que lo conocimos sólo seamos empleados públicos jubilados y temblorosos.
Volverá convertido en maleta.
En su interior, kilos de droga implicarán el mayor contrabando
registrado en nuestro continente.
Lo sabremos por las noticias.
El tipo que estaba de espaldas y yo veremos boquiabiertos
desde nuestros respectivos países,
la captura y ejecución.
Ocurrirá en plena dictadura.
Nunca volví a saber de Alex ni del tipo de espaldas. Morí de un ataque al corazón, mientras discutía por mi mochila en la habitación 28 –la única graffitada- de cierto hostal de La Paz, rodeada de un flash de paredes escritas. Mi equipaje llegará a casa antes que yo.
Lo abrirán.
Encontrarán miles de pelotitas de poliespan en su interior, virutas de madera y aserrín de nueces.
Nadie llorará mi muerte.
No he nacido aún, Alex es efectivamente un ángel, está sentado junto a mí en una cama de la habitación 28 en éste, el infierno de los nonatos.
Ni él ni yo creemos en ningún dios.
"Habitación 28", de Ashle Ozuljevic
en Anteojos de sal, La Serena, 2013
por Villavicencio - blog - DESCONTEXTO
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