VIVIR O FOLLAR EN UN CEMENTERIO


Un vagabundo serbio hace quince años que vive en un cementerio, dice que le dan más miedo los vivos que los muertos (no había dicho nunca eso nadie antes) pero su caso me ha animado a recuperar un texto de 2666 de Bolaño, traducido del catalán y que publiqué en julio de 2007. He puesto follar, o podía haber puesto también cardar, pero eso se hace o hacía con la lana o el pelo, y en cambio lo que encuentro ridículo es escribir 'hacer el amor'

Lola, la compañera de Amalfitano es un personaje que me tiene fascinado. Creo era con Lluís que hablábamos un día de hacer el amor en lugares extraños, como en un cementerio, o quizás era con otro. Y de esta madera va este párrafo de 2.666, cuando Lola la compañera de Amalfitano va a Mondragón a ver o intentar ver un poeta maldito y loco ingresado en el Manicomio y conoce a Larrazabal:


"Al día siguiente volvieron pero les dijeron que el paciente que requerían necesitaba reposo absoluto. Lo mismo sucedió los días posteriores. Un día se les acabó el dinero y Imma decidió salir de nuevo a la carretera, esta vez rumbo al sur, en Madrid, donde tenía un hermano que había hecho una carrera provechosa durante la democracia y al que pensaba pedirle un préstamo.
Lola no tenía fuerzas para viajar y ambas decidieron que esperara en la pensión, como si nada hubiera pasado, y que Imma volvería al cabo de una semana. En su soledad Lola mataba el tiempo escribiéndole a Amalfitano largas cartas donde le explicaba su vida cotidiana en San Sebastián y por las cercanías del manicomio donde acudía diariamente. Abocada a las rejas imaginaba que se ponía en contacto telepático con el poeta. La mayor parte de las veces, sin embargo, buscaba un claro en el bosque vecino y se dedicaba a leer o a recoger florecitas y matorrales de hierbas con los que hacía ramos que luego dejaba caer por entre los barrotes o que se llevaba a la pensión .
En cierta ocasión uno de los chóferes que la recogió en la carretera le preguntó si quería conocer el cementerio de Mondragón y ella aceptó el ofrecimiento. El coche lo estacdionó en la parte de afuera, bajo una acacia, y durante un rato pasearon por entre las tumbas, la mayoría de ellas con nombres vascos, hasta llegar al nicho donde estaba enterrada la madre del chofer. Éste le dijo entonces que le gustaría follarla allí mismo. Lola rió teniendo la precaución de advertirle que desde allí se convertían en una blanco fácil para cualquier visitante que caminara por la calle principal del cementerio.

El chófer reflexionó durante unos segundos y finalmente dijo: hostia, sí. Buscaron un lugar más apartado y el acto no duró más de quince minutos. El chófer se llamaba Larrazabal y aunque tenía un nombre propio no se lo quiso decir. Sólo Larrazabal, como me llaman mis amigos, dijo. Luego le explicó a Lola que aquella no era la primera vez que hacía el amor en el cementerio. Antes ya había estado con una novia, con una tía a la que había conocido en una discoteca y con dos putas de San Sebastián. Cuando ya se iban quería darle dinero, pero ella no lo aceptó. Durante mucho tiempo estuvieron hablando en el interior del coche. Larrazabal le preguntó si tenía algún pariente internado en el manicomio y Lola le explicó su historia. Larrazabal dijo que el nunca había leído un poema. Añadió que no entendía la obsesión de Lola por el poeta. Yo tampoco entiendo tu manía de follar en un cementerio, le dijo Lola, y en cambio no te juzgo por ello. Pues es verdad, admitió Larrazabal, todas las personas tienen sus manías.
Antes de que Lola bajara del coche, a las puertas del manicomio, Larrazabal depositó subrepticiamente en su bolsa un billete de cinco mil pesetas. Lola se dio cuenta pero no dijo nada y luego se quedó sola bajo la arboleda, frente el portón de hierro de la casa de los locos donde vivía el poeta que la ignoraba olímpicamente.

Al cabo de una semana Imma aún no había regresado. Lola la imaginó pequeña, de mirada impávida, un rostro de campesina culta o de profesora de secundaria abocada a un vasto campo prehistórico, una mujer de casi cincuenta años vestida de negro recurriendo sin mirar a los lados, sin mirar atrás, un valle en la que todavía era posible discernir las huellas de los grandes depredadores de las huellas de los resbaladizos herbívoros. La imaginó parada en un cruce de caminos mientras los camiones de transporte de gran tonelaje pasaban por su lado a gran velocidad sin aminorar la velocidad, levantando polvaredas que a ella no la tocaban, como si su indecisión e indefensión constituyeran un estado de gracia, un domo que la protegía de las incidencias de la suerte, de la naturaleza y de sus semejantes.

Al noveno día la dueña de la pensión la puso en la calle. A partir de ese momento durmió en la estación del ferrocarril, en un almacén abandonado en el que dormían algunos mendigos que se ignoraban mutuamente, a campo abierto, justo en el umbral que separaba el manicomio del mundo exterior. Una noche fue en autostop al cementerio y durmió en un nicho vacío. A la mañana siguiente se sintió feliz y afortunada y decidió esperar allí el regreso de Imma. Tenía agua para beber y lavarse la cara y los dientes, estaba al borde del manicomio, era un recinto plácido. Una tarde, mientras ponía a secar una blusa, que acababa de lavar, sobre una losa blanca apoyada en el muro del cementerio, oyó voces que salían de un mausoleo y hacia allí encaminó sus pasos. El mausoleo pertenecía a la familia Lagasca y por el estado en que estaba era fácil deducir que el último de los Lagasca hacía tiempo que había muerto o abandonado aquellas tierras. En el interior de la cripta vio el rayo de luz de una linterna y preguntó quiénes eran. Hostia tú, escuchó que decía una voz desde el interior. Pensó que podía tratarse de ladrones o trabajadores que estaban restaurando el mausoleo o profanadores de tumbas, luego escuchó una especie de maullido y cuando ya se iba vio aparecer por la puerta enrejada de la cripta la cara de Larrazábal. Después salió una mujer, a la que Larrazábal ordenó que la esperara junto a su coche, y durante un rato ambos estuvieron hablando y paseando cogidos del brazo por las calles del cementerio hasta que el sol empezó a caer hasta la acera bruñida de los nichos.

La locura es contagiosa, pensó Amalfitano sentado en el suelo del porche de su casa mientras el cielo se cerraba de repente y ya no se podían ver la luna y las estrellas ni las luces errantes que es costumbre observen sin necesidad de prismáticos ni telescopios en esa zona del norte de Sonora y el sur de Arizona. "

La parte de Amalfitano - 2666 Roberto Bolaño

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