Alejandra Pizarnik


Por Antonio Beneyto -

Estando a la orilla del Mediterráneo, en la misma playa, mientras la gente se zambullía en el agua, mientras dejaba imbécilmente que el sol la tostase, el poeta y pintor Antonio Fernández Molina y yo escribíamos conjuntamente a máquina y «a la sombra de una sombrilla» las contestaciones a unas preguntas que en forma de entrevista nos había formulado uno de los diarios de Palma de Mallorca por aquellos días. Esto era allá por el verano de 1967.

El caso es que una vez que acabamos de contestar el cuestionario (ante un público asombrado por ver nuestra insólita acción de estar escribiendo a máquina en la playa) Fernández Molina sacó de una carpeta azul-cartón-gomas-blancas un manojo de holandesas y me dijo: «Mira, léete esto, tal vez te sirva para publicar en tu colección La Esquina». Enseguida me puse a leer el original que me pasó mi amigo. Lo leí de un tirón y luego sin hacer ningún comentario lo abandoné sobre una mesita que teníamos para escribir y me marché a zambullirme en el agua. Pasados unos minutos de nuevo estaba junto al poeta. Seguí un buen rato introducido en un terrible y al mismo tiempo hermoso mutismo en cuanto al original. Le daba vueltas. Lo observaba encima de la mesita. Sentía que debía regresar a él. Y así lo hice: regresé al significativo título que llevaba, Nombres y figura, de Alejandra Pizarnik.

Cuando lo hube leído de nuevo, le dije a Fernández Molina: «Me llevo este libro para publicarlo en la colección La Esquina».

Así empecé a conocer a Alejandra Pizarnik. Luego, más tarde, serían las cartas que nos cruzábamos, casi una a continuación de otra; serían los dibujos, serían los libros editados, las fotografías, en fin, sería todo. Fue tan estrecha mi relación con Alejandra Pizarnik desde que llegó su primer original a mis manos que ya nunca perdimos la comunicación, de una forma u otra. Ahora está haciendo treinta y seis años que nos conocimos a través de la distancia, de las «cosas» que yo le hacía llegar, de las que ella me hacía llegar a mí, y por ello pienso que en este momento no me sería nada difícil hacer una fotografía de Alejandra Pizarnik. Pero no. Quiero dejar hablar a Antonio Requeni, que la conoció desde la adolescencia:

Dibujo de Alejandra Pizarnik.

«Conocí a Alejandra Pizarnik cuando era una adolescente. Menuda de cuerpo, linda de cara, el pelo rubio y corto, y unos ojos claros llenos de deslumbramiento, en los que brillaba a menudo una chispa traviesa. Vivía entonces con sus padres en Avellaneda (es una calle de Buenos Aires) donde yo la visitaba en su cuarto atiborrado de libros (Nerval, Baudelaire, Rimbaud, Lautremont), papeles manuscritos con letra pequeña e infantil, reproducciones de motivos abstractos, afiches y collages, que ella misma componía haciendo gala de un humor tierno y corrosivo a la vez, en el que ya apuntaban signos de su futura personalidad». Continúa Requeni: «A pesar de algunas aproximaciones a grupos poéticos de vanguardia, Alejandra Pizarnik era una isla solitaria en nuestro ambiente literario, una personalidad aparentemente desprendida de su contorno social, sólo atenta a los propios ecos de su subconsciente, marcada con el sello (o el estigma) de una tremenda lucidez y desde el punto de vista literario, dueña de un notable rigor estilístico».

De vez en cuando Alejandra Pizarnik me enviaba algunos recortes de prensa en donde se hablaba de ella. Luego, poco después de su muerte, mis amigos argentinos han seguido mandándome también todo aquello sobre sobre la poeta amiga que escribía y publicaba al otro lado del Atlántico. Uno de los últimos recortes que Alejandra Pizarnik me envió era un artículo sin firma de la revista Panorama, 5 de enero de 1971, en el cual el autor hacía una descripción de su departamento en Buenos Aires. Y como pienso que puede ser un signo más, aunque éste sea también externo, para saber quién y cómo era Alejandra Pizarnik no he dudado un instante en transcribirlo: «Entrar en su departamento, en la calle Montevideo, 900 (concretamente al 980) , implica ingresar en un mundo perdido de maravillas, en un cosmos magnético de objetos. Muñecas como agobiadas por sus sueños y tristezas, muñecos destartalados por tormentas secretas, desteñidos afiches (retratos amarillos de tiempos pasados), animalitos de madera y de metal, escapados de alguna pesadilla, muebles insólitamente pequeños, retratos de Baudelaire, Cirlot, Rimaud, Beneyto, Michaux, Breton, diminutas reproducciones de pinturas y dibujos, abandonados en alguna zona de las blancas paredes. Ningún ser, animal, humano o vegetal, ni un mineral siquiera, puede demorarse en ese ámbito como si fuese su morada, con una sola excepción: la de quien creó ese universo inusual, casi aterrador».

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