Linda, de diez años, era la única de la familia que parecía contenta de estar despierta.
Norman Muller la oyó a través del coma provocado por los somníferos. (Había logrado dormirse hacía apenas una hora, más por agotamiento que por el sueño en sí.)
Linda estaba junto a la cama, sacudiéndolo.
-Papi, papi, despierta. ¡Despierta!
Norman Muller ahogó un gruñido.
-De acuerdo, Linda.
-¡Pero, papi, hay más policías que nunca! ¡Con coches pa­trulla y todo!
Norman Muller se dio por vencido y se incorporó sobre los codos. Comenzaba el día. Fuera despuntaba el alba, una pince­lada gris que no contribuía a levantarle el ánimo. Su esposa pre­paraba el desayuno en la cocina. Su suegro, Matthew, carras­peaba con estruendo en el cuarto de baño. Sin duda el agente Handley ya lo estaba esperando.
Era el día.
¡El día de las elecciones!

Había sido como todos los años. Tal vez un poco peor, por­que era año de elección presidencial, pero, en todo caso, no peor que los demás años de elección presidencial.
Los políticos peroraban sobre el grandioso electorado y la vasta inteligencia electrónica a su servicio. La prensa anali­zaba la situación con ordenadores industriales (el Times de Nue­va York y el Post-Dispatch de St. Louis tenían sus propios orde­nadores) y publicaba indicaciones de los resultados. Comentaristas y columnistas señalaban el Estado y el condado decisivos en fe­liz contradicción el uno con el otro.
El primer indicio de que no sería como todos los años apa­reció cuando Sarah Muller le dijo a su esposo, la noche del 4 de octubre (cuando faltaba exactamente un mes para las elecciones):
-Cantwell Johnson dice que Indiana será el Estado este año. Es la cuarta persona que me lo dice. Imagínate que sea nues­tro Estado esta vez.
Matthew Hortenweiler apartó su rostro fofo del periódico y miró con severidad a su hija.
-A esos tíos les pagan por mentir -gruñó-. No les escuches.
-Cuatro personas, padre -replicó suavemente Sarah-. Todos dicen Indiana.
-Indiana es un Estado clave, Matthew -intervino Nor­man, con igual suavidad- a causa de la Ley Hawkins-Smith y ese desbarajuste en Indianápolis. Es...
Matthew torció la cara en una mueca amenazante y lo interrumpió ásperamente:
-Nadie menciona Bloomington ni el condado de Monroe, ¿verdad?
-Bien... -empezó Norman.
Linda, que volvía su carita de barbilla afilada de uno a otro según hablaban, preguntó con voz chillona:
-¿Votarás este año, papi?
Norman sonrió dulcemente.
-No creo, querida.
Pero esto ocurría en la atmósfera cada vez más acalorada de un mes de octubre en un año de elección presidencial, y en su vida apacible Sarah soñaba con grandes cosas para su familia.
-¿No sería maravilloso? -suspiró.
-¿Que yo votara?
Norman Muller tuvo un pequeño bigote rubio que le daba un aire seductor a ojos de Sarah, pero que al encanecer se había convertido en simplemente insípido. Lucía en la frente arrugas profundas nacidas de la incertidumbre, y jamás albergó la pre­tensión de haber nacido grande ni la de alcanzar la grandeza en ninguna circunstancia. Tenía a su esposa, su empleo y su hijita y, excepto en extraordinarias circunstancias de euforia o depresión, consideraba que había cerrado un buen trato con la vida.
Así que sintió un poco de embarazo y mucha inquietud ante el rumbo que seguían los pensamientos de su esposa.
-Hay doscientos millones de personas en el país, querida, y, con esas probabilidades, no creo que debamos perder el tiempo pensando en ello.
-Pero, Norman -objetó su esposa-, no son doscientos mi­llones, y lo sabes. Ante todo, sólo son elegibles las personas de vein­te a sesenta años de edad, y siempre son hombres, así que eso nos deja unos cincuenta millones contra uno. Luego, si es Indiana...
-Entonces significa un millón doscientos cincuenta mil contra uno. No aceptarías semejante apuesta en una carrera de caballos, ¿verdad? Cenemos en paz.
-Una maldita tontería -masculló Matthew desde detrás del periódico.
-¿Votarás este año, papi? -repitió Linda.
Norman meneó la cabeza y todos pasaron al comedor.

El 20 de octubre, Sarah estaba cada vez más excitada. Mien­tras tomaban café anunció que la señora Schultz, cuyo primo era secretario de un miembro de la asamblea, decía que todas las «apuestas sensatas» apuntaban hacia Indiana.
-Dice que el presidente Villers dará un discurso en Indianápolis.
Norman Muller, que había tenido un día difícil en la tienda, enarcó las cejas y guardó silencio.
Matthew Hortenweiler, siempre insatisfecho con los políticos de Washington, declaró:
-Si Villers da un discurso en Indiana, es porque piensa que Multivac escogerá Arizona. Ese zoquete no tendría agallas para acercarse más.
Sarah, que ignoraba a su padre cada vez que era posible hacerlo con cortesía, dijo:
-No sé por qué no anuncian el Estado en cuanto pueden y, luego, el condado y demás. Así las personas eliminadas po­drían relajarse.
-Si hicieran semejante cosa -observó Norman-, los po­líticos seguirían los anuncios como buitres. En cuanto se supie­ra el municipio, tendrías un par de diputados en cada esquina.
Mattbew entornó los ojos y se acarició airadamente el pelo canoso y ralo.
-Son buitres, de cualquier modo. Escucha...
-Papi... -murmuró Sarah.
Pero Matthew continuó con voz resonante:
-Escucha, yo ya vivía cuando instalaron Multivac. Dijeron que terminaría con las políticas de facción. No se gastaría más dinero de los votantes en campañas. Ya no habría mequetrefes sonrientes que alcanzaran el Congreso o la Casa Blanca bajo in­mensa presión e impulsados por una campaña publicitaria. El re­sultado fue que hubo más campañas que nunca, sólo que a cie­gas. Envían tíos a Indiana poda ley Hawkins-Smith y otros a California, por si el caso Joe Hammer se vuelve crucial. Yo digo que habría que terminar con estas gansadas. Regresar al viejo...
-¿No quieres que papi vote este año, abuelo? -preguntó Linda.
Matthew clavó en la niña una mirada fulminante.
-Pues no te importa. -Se volvió hacia Norman y Sarah-. En un tiempo yo votaba. Iba a la cabina, manipulaba las palancas y votaba. Era sencillo. Simplemente decía: este sujeto es mi hom­bre y voto por él. Así debería ser.
-¿Tú votaste, abuelo? -exclamó Linda-. ¿De veras?
Sarah se inclinó hacia delante para detener lo que fácilmente podría transformarse en una anécdota incongruente circulando por el vecindario.
-No es nada, Linda. El abuelo no quiere decir que votara de verdad. Todos votaban de esa manera, entre ellos tu abuelo, pero no era votar de veras.
-No fue cuando yo era niño -rugió Matthew-. Tenía veintidós años y voté por Langley y era votar de veras. Mi voto no valía mucho, tal vez, pero valía tanto como el de cualquiera, igual que el de cualquier otro. Y no había Multivac que te...
-Bien, Linda -intervino Norman-. Es hora de acostar­se. Y deja de hacer preguntas sobre el voto. Cuando crezcas, comprenderás.
La besó con aséptica dulzura y Linda se alejó a regañadientes, impulsada por los empellones de la madre y por la promesa de que podría poner el vídeo hasta las nueve y cuarto si se daba pri­sa con el ritual del baño.
Llegó el viernes 31 de octubre.
-Abuelo -dijo Linda, y se quedó con la cabeza gacha y las manos a la espalda hasta que el abuelo bajó el periódico y mostró las cejas hirsutas y los ojos rodeados por arrugas.
-¿Sí?
Linda se acercó y apoyó ambos brazos en una de las rodillas del hombre, obligándolo a dejar el periódico...
-Abuelo, ¿de veras votaste una vez?
-Eso me oíste decir, ¿no? ¿Crees que miento?
-No, pero mamá dice que entonces votaban todos.
-Así es.
-Pero ¿cómo? ¿Cómo podían votar todos?
Matthew la miró solemnemente, la alzó y la sentó sobre su rodilla.
Incluso moderó su vozarrón:
-Verás, Linda, hasta hace cuarenta años todos votaban siempre. Supongamos que queríamos decidir quién debía ser el nuevo presidente de Estados Unidos. Los demócratas y los re­publicanos nominaban a alguien, y todos decían a quién que­rían. Cuando terminaba el día de elecciones, se contaba cuántas personas querían al demócrata y cuántas al republicano. Quien obtenía más votos resultaba electo. ¿Entiendes?
Linda asintió con la cabeza y dijo:
-¿Cómo sabía la gente a quién votar? ¿Multivac se lo decía?
Matthew frunció las cejas con severidad. -Simplemente, usaban su buen juicio, niña. -Ella se apartó un poco, y él volvió a bajar la voz-: No estoy enfadado con­tigo, Linda. Verás, a veces se tardaba toda la noche en hacer el recuento y la gente se impacientaba. Así que inventaron máqui­nas especiales para escrutar los primeros votos y comparados con los votos de los mismos lugares en años anteriores. Así la máquina podría computar cómo sería la votación total y quién resultaría electo. ¿Entiendes?
Linda asintió con la cabeza.
-Como Multivac.
-Los primeros ordenadores eran mucho más pequeños que Multivac. Pero las máquinas crecieron y pudieron deducir el re­sultado de los comicios a partir de menos votos cada vez. Al fin, construyeron Multivac, que puede deducido a partir de un so­lo votante.
Linda se alegró de haber llegado a un tramo conocido de la historia.
-Esto está bien -dijo.
Matthew frunció el ceño.
-No, no está bien. No quiero que una máquina me diga cómo habría votado yo, sólo porque un bromista de Milwau­kee dice que está contra el aumento de tarifas. Tal vez yo quie­ra votar caprichosamente porque me apetece. Tal vez no quiera votar. Tal vez...
Pero Linda se había bajado de la rodilla y se batía en retirada.
Encontró a su madre en la puerta, quien, aún con el abrigo puesto y sin ni siquiera haber tenido tiempo de quitarse el som­brero, jadeó:
-¡Quita del medio, Linda. No andes estorbando! -Y, mien­tras se quitaba el sombrero y se ahuecaba el cabello, le dijo a Matthew-: He estado con Agatha.
Matthew la miró severamente y ni se dignó a gruñir mientras cogía el periódico.
Sarah se desabotonó el abrigo.
-Adivina qué me ha dicho.
Matthew desplegó el periódico con un ruido crujiente.
-No me interesa.
-Papá... -objetó Sarah. Pero no tenía tiempo para enfadarse. Necesitaba contar la noticia y Matthew era el único in­terlocutor disponible, así que continuó-: El marido de Agatha es policía, y dice que un camión entero de agentes secretos lle­gó anoche a Bloomington.
-Pues no me buscan a mí.
-¿No entiendes, papá? Agentes secretos, y es casi día de elecciones. En Bloomington.
-Tal vez buscan a un atracador de bancos.
-Hace años que no asaltan un banco en esta ciudad... Papá, eres incorregible.
Y salió de la habitación.

Norman Muller tampoco recibió la noticia con gran entusiasmo.
-Bien, Sarah, ¿cómo supo el marido de Agatha que eran agentes secretos? -preguntó con calma-. No llevan tarjetas de identificación pegadas en la frente.
Pero a la noche siguiente, el primero de noviembre, Sarah pudo exclamar triunfalmente:
-En Bloomington todos esperan que un lugareño sea el votante. El News de Bloomington lo dijo por vídeo.
Norman se inquietó. No podía negarlo, y se le encogía el corazón. Si el rayo de Multivac caía en BIoomington, eso signi­ficaría reporteros, espectáculos de vídeo, turistas, toda clase de contrariedades. Norman gustaba de su rutina apacible, y el distante rumor de la política se aproximaba en forma alarmante.
-Son meros rumores -dijo.
-Espera y verás. Sólo espera y verás.
Sucedió que hubo muy poco tiempo de espera, pues la cam­panilla sonó con insistencia y, cuando Norman Muller fue a atender, un hombre alto y de rostro grave preguntó:
-¿Es usted Norman Muller?
-Sí -gimió Norman.
Por el porte del desconocido, era obvio que gozaba de cier­ta autoridad, y la índole de su misión resultó tan obvia como imposible había parecido un instante atrás.
El hombre presentó sus credenciales, entró en la casa, cerró la puerta y manifestó ritualmente:
-Señor Norman Muller, debo informarle, en nombre del presidente de Estados Unidos, de que le han escogido para representar al electorado norteamericano el martes 4 de noviembre de 2008.

Norman Muller caminó tambaleándose hasta una silla. Pá­lido y aturdido, se quedó sentado mientras Sarah le llevaba agua, le palmeaba las manos con alarma y suplicaba, apretando los dientes:
-No te descompongas, Norman. No te descompongas o escogerán a otro.
Cuando Norman atinó a hablar, susurró:
-Lo lamento, señor.
El agente del servicio secreto se quitó el abrigo, se desabo­tonó la chaqueta y se repantigó en el sofá.
-No se preocupe -dijo. Su cara oficial parecía haberse di­sipado con el anuncio oficial, dejando sólo a un hombre corpu­lento y campechano-. Es la sexta vez que hago el anuncio y he visto toda clase de reacciones. Ninguna fue como las que se ven en el video. ¿Entiende a qué me refiero? Un semblante santu­rrón y un personaje que declama: «Será un gran privilegio ser­vir a mi país». -Se rió tranquilizadoramente. La risa simultá­nea de Sarah denotó un grado de histeria-. Ahora, ustedes contarán con mi compañía por un tiempo. Me llamo Phil Hand­ley, aunque pueden llamarme Phil. El señor Muller ya no pue­de salir de la casa hasta el día de las elecciones. Tendrá que co­municar a la tienda que él está enfermo, señora Muller. Usted puede continuar con sus quehaceres, pero deberá prometer que no dirá una palabra sobre esto. ¿De acuerdo, señora Muller?
Sarah movió la cabeza vigorosamente.
-No, señor. Ni una palabra.
-De acuerdo. Pero, señora Muller -agregó Handley asumiendo una expresión grave-, esto no es broma. Salga sólo si es necesario, y alguien la seguirá. Lo lamento, pero así debemos operar.
-¿Me seguirán?
-No será evidente. No se preocupe. Y sólo durante dos días, hasta que se haga el anuncio formal a la nación. Su hija...
-Está acostada -se apresuró a decir Sarah.
-Bien. Tendrá que decirle que soy un pariente o un amigo que se aloja con la familia. Si averigua la verdad, habrá que retenerla en casa. El padre de usted deberá quedarse dentro, de todos modos.
-No le gustará -observó Sarah.
-Qué remedio. Ahora bien, como aquí no vive nadie más...
-Parece que lo saben todo sobre nosotros -jadeó Norman.
-Bastante -Convino Handley-. En todo caso, ésas son mis instrucciones por el momento. Trataré de colaborar y de no molestar. El Gobierno pagará mi mantenimiento, así que no re­presentaré ningún gasto para ustedes. De noche me relevará al­guien que se instalará en este cuarto, de modo que no habrá pro­blemas para dormir. Ahora bien, señor Muller...
-¿Sí?
-Llámeme Phil -insistió el agente-. El propósito de este preliminar de dos días antes del anuncio formal consiste en que usted se acostumbre a su posición. Preferimos que se enfrente a Multivac como una cosa normal. Relájese y trate de pensar que esto forma parte de un día de trabajo. ¿De acuerdo?
-De acuerdo -dijo Norman, y luego sacudió la cabeza-. Pero yo no quiero esta responsabilidad. ¿Por qué yo?
-Bien, aclaremos eso. Multivac sopesa toda clase de fac­tores conocidos, miles de millones. Pero hay un factor que constituye una incógnita y que lo será por mucho tiempo. Es el patrón reactivo de la mente humana. Todos los estadouni­denses están sujetos a la presión moldeadora de lo que hacen y dicen otros compatriotas suyos, a lo que les hacen a ellos y a lo que ellos hacen a otros. Cualquier norteamericano puede comparecer ante Multivac para que le examinen sus tenden­cias mentales. Eso permite estimar la tendencia de todas las mentes del país. Unos ciudadanos son mejores que otros para tal propósito en un momento dado, según los acontecimientos de ese año. Multivac le ha escogido a usted como el más re­presentativo del presente año. No el más listo ni el más fuer­te ni el más afortunado, sólo el más representativo. Ahora bien, nadie pone en tela de juicio a Multivac, ¿cierto?
-¿No podría cometer un error?
-No le haga caso, agente -interrumpió Sarah, que escu­chaba con impaciencia-. Está nervioso. De hecho, es una per­sona muy instruida y siempre sigue la actualidad política.
-Multivac toma las decisiones, señora Muller -sentenció Handley-. Y escogió a su esposo.
-¿Pero Multivac lo sabe todo? -insistió Norman-. ¿No podría cometer un error?
-Sí, podría. No hay por qué no ser franco. En 1993, el votante seleccionado murió de apoplejía dos horas antes de la notificación. Multivac no lo previó, no podía preverlo. Un vo­tante podría ser mentalmente inestable, moralmente inepto o simplemente desleal. Multivac no puede saber todo sobre to­dos si no se le suministran todos los datos existentes. Por eso, siempre tenemos candidatos de reserva. No creo que esta vez sean necesarios. Usted goza de buena salud, señor Muller, y ha sido cuidadosamente investigado. Reúne las condiciones necesarias.
Norman hundió la cara en las manos y se quedó inmóvil.
-Estará perfectamente bien mañana por la mañana, señor agente -aseguró Sarah-. Sólo tiene que acostumbrarse.
-Por supuesto -dijo Handley.

En la intimidad de la alcoba, Sarah Muller se expresó con un tono mucho más enérgico. Su filípica culminó así:
-Así que recobra la compostura, Norman. Quieres desperdiciar una oportunidad irrepetible.
-Me asusta, Sarah -susurró Norman-. Todo el asunto.
-¿Por qué, por amor de Dios? Sólo tienes que responder a un par de preguntas.
-La responsabilidad es demasiado grande. No podría hacerle frente.
-¿Qué responsabilidad? No hay tal cosa. Multivac te escogió. Es responsabilidad de Multivac. Todos lo saben.
Norman se irguió en la cama, con un súbito acceso de rebeldía y angustia.
-Se supone que todos lo saben. Pero no es así. Todos...
-Baja la voz -chistó Sarah-. Te oirán hasta en el centro. -Todos piensan de otro modo -murmuró Norman-. Cuando hablan del Gobierno de Ridgely de 1988, ¿dicen que los conquistó con promesas quiméricas y pamplinas racistas? ¡No!, hablan del «maldito voto de MacComber», como si Humphrey MacComber fuera el único hombre que tuvo que ver con eso, porque le tocó enfrentarse a Multivac. Yo mismo lo he dicho; sólo ahora pienso que ese pobre tío era un granjero que no pidió que lo escogieran. ¿Por qué fue más culpable que los demás? Ahora su nombre es una maldición.
-No seas pueril.
-Soy sensato. Te digo que no aceptaré, Sarah. No pueden obligarme a votar si no quiero. Diré que estoy enfermo. Diré...
Sarah se hartó.
-Escúchame -susurró con furia glacial-. No tienes que pensar sólo en ti. Sabes bien lo que significa ser el votante del año. Y un año de elección presidencial, nada menos. Significa publicidad y fama, y tal vez mucho dinero...
-Y luego volveré a ser un empleado.
-De ningún modo. Serás directivo de una sucursal si tienes algo de seso, y lo tendrás, porque yo te diré qué tienes que hacer. Tú controlarás la publicidad si sabes jugar tus ba­zas, y puedes obligar a la tienda a firmar un contrato estric­to, con cláusula de ajuste proporcional y un plan de jubila­ción decente.
-Ése no es el propósito de ser votante, Sarah.
-Pues será tu propósito. Si tú no te mereces nada, si yo no me merezco nada, y que conste que no estoy pidiendo nada pa­ra mí, Linda sí se lo merece.
Norman gruñó.
-¿O no? -rezongó Sarah.
-Sí, querida -murmuró Norman.

El 3 de noviembre se hizo el anuncio oficial y era ya dema­siado tarde para que Norman se retractara aunque se hubiera ar­mado del coraje suficiente.
La casa fue acordonada. Los agentes secretos dejaron de ocultarse y cerraron el paso a todo el mundo.
Al principio, el teléfono sonaba sin cesar, pero luego Philip Handley atendía todas las llamadas disculpando a la familia con una sonrisa conmovedora. Después, la central desvió todas las llamadas a la jefatura de policía.
Norman suponía que así no sólo le evitaban las efusivas (¿y envidiosas?) felicitaciones de los amigos, sino la tremenda pre­sión de vendedores que olfateaban un negocio y las intrigas de políticos de todo el país. Incluso las amenazas de muerte de los inevitables chiflados.
Se prohibió la entrada de periódicos en la casa, para evitar presiones, y la televisión fue desconectada con cordialidad, pe­ro con firmeza, a pesar de las estentóreas protestas de Linda.
Matthew se encerró gruñendo en su habitación; Linda, des­pués del primer revuelo de excitación, puso cara larga y se quejó por no poder salir de la casa; Sarah dividía el tiempo entre las co­midas que preparaba para el presente y los planes que trazaba pa­ra el futuro; y la depresión de Norman se alimentaba de sí misma.
Y al fin llegó la mañana del martes 4 de noviembre de 2008, el día de las elecciones.

Sarah sirvió el desayuno temprano, pero el único que co­mió fue Norman Muller, y de un modo maquinal. Ni siquiera la ducha y el afeitado lo devolvieron a la realidad ni le eliminaron la convicción de que tenía tan mal aspecto por fuera como por dentro.
La cordial voz de Handley se esmeró para arrojar un velo de normalidad sobre ese amanecer gris e inhóspito.
(El pronóstico anunciaba un día nublado, con perspectivas de lluvia antes del mediodía.)
-Mantendremos la casa aislada hasta el regreso del se­ñor Muller -les informó Handley-, pero luego les dejaremos en paz.
El agente secreto iba vestido con el uniforme al completo, incluidas las armas cortas en fundas con tachas de bronce.
-No han sido ustedes ninguna molestia, señor Handley -dijo Sarah, con voz meliflua.
Norman bebió dos tazas de café solo, se limpió los labios con una servilleta y se levantó.
-Estoy preparado -anunció con un hilo de voz.
Handley también se levantó.
-Muy bien. Gracias, señora Muller, por su amabilísima hospitalidad.
El vehículo blindado avanzaba por calles desiertas. Estaban desiertas aun siendo ya aquella hora de la mañana.
Handley señaló ese detalle y comentó:
-Siempre desvían el tráfico de nuestra ruta, desde el intento terrorista que casi arruinó la elección Leverett en el 92.
Cuando el coche se detuvo, el cortés Handley guió a Nor­man hacia una calzada subterránea, cuyas paredes estaban bor­deadas por soldados en posición de firmes.
Lo condujeron a una sala iluminada donde tres hombres de uniforme blanco lo saludaron con una sonrisa.
-Pero esto es el hospital -observó Norman, con extrañeza.
-Eso no tiene importancia -le explicó Handley-. El hospital tiene el equipo necesario.
-Bien, ¿qué hago ahora?
Handley hizo un gesto con la cabeza. Uno de los tres hombres de blanco se aproximó.
-Yo me haré cargo, agente.
Handley saludó informalmente y se marchó.
-Siéntese, por favor, señor Muller -dijo el hombre de blanco-. Soy John Paulson, jefe de informática. Estos son mis ayudantes, Samson Levine y Peter Dorogobuzh.
Norman les dio la mano. Paulson era un hombre de talla mediana, con un rostro blando, que parecía habituado a son­reír, y un peluquín muy evidente. Llevaba gafas de plástico, de estilo anticuado, y encendió un cigarrillo mientras hablaba. (Nor­man rechazó el que le ofreció.)
-En primer lugar, señor Muller -empezó Paulson-, quie­ro que sepa que no tenemos prisa. Queremos que se quede to­do el día con nosotros si es necesario, para que usted se habitúe al entorno y supere toda sensación de que hay algo inusitado en esto, algo analítico, si entiende a qué me refiero.
-Está bien -dijo Norman-. Cuanto antes terminemos, mejor.
-Comprendo cómo se siente. Aun así, queremos que sepa bien de qué se trata. Ante todo, Multivac no está aquí.
-¿No?
Aun en medio de su depresión, Norman ansiaba ver Multivac. Decían que tenía más de un kilómetro de longitud y tres pi­sos de altura, y que cincuenta técnicos recorrían continuamente los pasillos de la estructura. Era una de las maravillas del mundo.
Paulson sonrió.
-No. No es portátil. Está situada bajo tierra, y muy pocas personas saben exactamente dónde. Supongo que entiende por qué, pues es nuestro recurso natural más importante. Créame, no se usa sólo para las elecciones.
Norman pensó que el hombre sólo parloteaba para tranquilizarlo pero, de todos modos, sentía curiosidad.
-Creí que lo vería. Me gustaría verlo.
-Sin duda. Pero se requiere una orden presidencial y, aun así, Seguridad debe confirmada. No obstante, estamos conec­tados con Multivac mediante transmisión por haces. Lo que di­ce Multivac se puede descifrar aquí, y lo que decimos se trans­mite directamente a Multivac, así que en cierto modo estamos en su presencia.
Norman miró en tomo. Las máquinas de la habitación le resultaban ininteligibles.
-Me explicaré, señor Muller -continuó Paulson-. Mul­tivac ya tiene toda la información que necesita para decidir to­das las elecciones nacionales, estatales y locales. Sólo necesita verificar ciertas actitudes mentales imponderables, y lo utiliza­rá a usted para eso. No podemos predecir qué preguntas le ha­rá, pero quizá no tengan mucho sentido para usted y ni siquie­ra para nosotros. Tal vez le pregunte qué opina de las trituradoras de basuras de la ciudad, o si le interesan los incineradores cen­trales. Quizá le pregunte si tiene médico de cabecera o si usa los servicios de Medicina Nacional. ¿Comprende?
-Sí, señor.
-Sea cual sea la pregunta, responda lo que usted piensa y como le plazca. Si cree que debe dar explicaciones, hágalo. Hable durante una hora, si es necesario.
-Sí, señor.
-Una cosa más. Tendremos que usar algunos aparatos sencillos, que registrarán automáticamente la presión sanguínea, el pulso cardíaco, la conductividad cutánea y el patrón de ondas cerebrales mientras habla. La maquinaria lo intimidará, pero es totalmente indolora. Ni siquiera sabrá qué está ocurriendo.
Los otros dos técnicos ya estaban trabajando con aparatos relucientes, montados sobre ruedecillas aceitadas.
-¿Es para saber si miento o no? -preguntó Norman.
-En absoluto, señor Muller. No nos importan las mentiras, sólo la intensidad emocional. Si la máquina le pregunta su opinión sobre la escuela de su hija, usted puede decir: «Creo que hay un exceso de alumnos». Son sólo palabras. Por el modo en que funcionan el cerebro, el corazón y las glándulas hormona­les y sudoríparas, Multivac puede juzgar la intensidad de sus sen­timientos sobre el tema. Comprenderá sus sentimientos mejor que usted mismo.
-Nunca había oído hablar de eso.
-No, claro que no. Los detalles concernientes al funcionamiento de Multivac son en su mayoría absolutamente se­cretos. Por ejemplo, cuando usted se marche, le pedirán que firme un papel jurando que nunca revelará el tipo de pregun­tas que le hicieron, la índole de sus respuestas, qué se ha he­cho, cómo se hizo. Cuanto menos se sepa sobre Multivac, me­nos probabilidades habrá de que los técnicos sufran presiones externas. -Sonrió de un modo siniestro-. Nuestra vida ya es bastante difícil de por sí.
Norman asintió con la cabeza.
-Entiendo.
-Y ahora ¿desea comer o beber algo?
-No. Nada de momento.
-¿Tiene alguna pregunta?
Norman sacudió la cabeza.
-Entonces, avísenos cuando esté preparado.
-Estoy listo ya.
-¿Seguro?
-Seguro.
Paulson llamó a los demás con un gesto. Se acercaron con su temible equipo, y Norman Muller sintió que se le aceleraba la respiración.

El suplicio duró casi tres horas, con una breve interrupción para el café y una embarazosa sesión con un orinal. Durante to­do ese tiempo, Norman Muller permaneció cubierto de maqui­naria. Al final estaba agotado.
Pensó sardónicamente que su promesa de no revelar nada de lo ocurrido sería fácil de mantener. Las preguntas ya se di­luían en un revoltijo mental.
Había supuesto que Multivac hablaría con voz sepulcral, so­brehumana y resonante, pero, a fin de cuentas, era sólo una idea que se había formado al ver muchos programas de televisión. La realidad fue desconsoladoramente prosaica. Las preguntas eran tarjetas de papel metálico con muchas perforaciones. Una se­gunda máquina convertía las perforaciones en palabras, y Paul­son leía esas palabras, le entregaba la pregunta a Norman y per­mitía que la leyera él.
Las respuestas se recogían en un magnetófono y las repetían para que Norman las confirmara, y también se grababan las en­miendas y los añadidos. Todo eso se introducía en la máquina perforadora y, a su vez se transmitía a Multivac.
La única pregunta que Norman recordaba era incongruentemente chismosa: «¿Qué opina del precio de los huevos?».
Ya había terminado, y suavemente le quitaron los electro­dos, le desabrocharon la banda pulsátil del brazo y se llevaron la maquinaria.
Norman se levantó y soltó un suspiro trémulo y profundo.
-¿Es todo? ¿He terminado?
-Aún no. -Paulson se le acercó con una sonrisa tranquilizadora-. Tendremos que pedirle que se quede una hora más.
-¿Por qué? -preguntó Norman ásperamente.
-Nos llevará ese tiempo que Multivac distribuya los nuevos datos en los billones de apartados que posee. Esto atañe a miles de elecciones. Es muy complicado. Y quizás haya alguna competencia reñida, aquí y allá, por un puesto de interventor en Phoenix, Arizona, o por una concejalía en Wilkesboro, Carolina del Norte. En ese caso, tal vez Multivac deba hacerle un par de preguntas para zanjar la cuestión.
-No -protestó Norman-. No soportaré esto nuevamente.
-Tal vez no sea necesario -lo aplacó Paulson-. Rara vez ocurre. Pero, por si acaso, debe quedarse. -La voz se volvió ligeramente acerada-: No tiene usted opción. Debe quedarse.
Norman se sentó fatigosamente. Se encogió de hombros.
-Ahora no podemos permitirle leer ningún periódico -aña­dió Paulson-, pero si quiere una novela policíaca o jugar al aje­drez o cualquier otra cosa para ayudarle a pasar el tiempo, por favor, dígalo.
-Está bien. Simplemente esperaré.
Lo condujeron a una habitación pequeña contigua a la sala donde lo habían interrogado. Se desplomó en un sillón con fun­da de plástico y cerró los ojos.
Debía pasar esa última hora tan bien como pudiera.

Se quedó quieto y, poco a poco, se distendió. Respiró con más calma y pudo cerrar las manos sin que le temblaran los dedos.
Tal vez no hubiera más preguntas. Tal vez hubiera terminado.
Y, si había terminado, a continuación, vendrían las proce­siones de aduladores y las invitaciones para hablar en toda clase de actos. ¡El votante del año!
Él, Norman Muller, un simple empleado de unos gran­des almacenes de Bloomington, Indiana, que no había nacido grande ni había alcanzado la grandeza, se hallaría en la extra­ña situación de alguien a quien la grandeza le hubiera caído del cielo.
Los historiadores hablarían con aire circunspecto de la elec­ción Muller de 2008. Así se llamaría, elección Muller.
La publicidad, el mejor empleo y el torrente de dinero, que tanto interesaban a Sarah, ocupaban sólo un rincón de su men­te. Eso vendría bien, desde luego. No podía rechazarlo. Pero en ese momento había algo más.
Una agitación de patriotismo latente. A fin de cuentas, él representaba a todo el electorado. Para ellos, era el foco de aten­ción. ¡Él era, en su propia persona, durante ese solo día, todo el país!
La puerta se abrió, arrancándolo de sus ensoñaciones. Por un instante se le encogió el estómago. ¡Ojalá no hubiera más preguntas!
Pero Paulson sonreía.
-Es todo, señor Muller.
-¿No hay más preguntas?
-No será necesario. Todo estaba muy claro. Lo acompa­ñarán hasta su casa y usted volverá a gozar de su vida privada. En la medida en que el público se lo permita.
-Gracias, gracias. -Norman se sonrojó y agregó-: Me pregunto quién salió elegido.
Paulson sacudió la cabeza.
-Tendrá que esperar al anuncio oficial. Las reglas son muy estrictas. Ni siquiera podemos decírselo a usted. Lo comprende, ¿no?
-Claro. Sí.
Norman se sintió avergonzado.
-El servicio secreto tendrá todos los papeles que usted debe firmar.
-Sí.
De pronto, Norman Muller sintió orgullo. Un orgullo desbordante.
En ese mundo imperfecto, los ciudadanos soberanos de la primera y más grande democracia electrónica habían ejercido una vez más, a través de Norman Muller (¡sí, de él, precisa­mente!), su libre derecho al voto.