Hace mucho que la palabra “bureau” [“oficina”] ya no hace pensar en la bure, esa tela gruesa de lana marrón con la que a veces se hacían tapetes para mesa, pero que sobre todo servía para confeccionar hábitos de monje, y que continúa evocando, al menos tanto como las camisas ásperas y el cilicio, la vida rugosa y rigurosa de los trapenses o de los anacoretas. Por metonimias sucesivas, hemos pasado del tapete de mesa en cuestión a la mesa misma donde se escribe; luego, de la mencionada mesa a la habitación en la cual esta estaba instalada; después, al conjunto de muebles que constituyen esa habitación, y, finalmente, a las actividades que allí tienen lugar, a los poderes relacionados con ella; vale decir, incluso, a los servicios que allí se brindan; así, explorando las diversas acepciones del término [en francés], podemos hablar de “bureau de tabacs” [kiosco de cigarrillos], de un “bureau de poste” [“oficina de correo”], del Deuxiéme Bureau [“Oficina de Inteligencia Militar”], del “Bureau de longitudes” [“Oficina de navegación náutica, estandarización del tiempo, geodesia y observación astronómica”], de un teatro “á bureaux fermés” [“con las localidades agotadas”], de un “bureau de vote” [“mesa electoral”], del Politburó [del ruso Politbyuro, apócope de Politicheskoe Byuro: “Oficina Política”], o, muy simplemente, de las “bureaux” [“oficinas”], esos lugares vagos, atestados de expedientes mal atados, de sellos, de clips, de lápices chupados, de gomas que ya no borran, de sobres amarillentos o de empleados generalmente hoscos que lo mandan a uno “de oficina en oficina”, haciendo que se llenen formularios, que se firmen registros y que se espere el turno.

Evidentemente, no son esas oficinas anónimas en las que se amontonan cagatintas y empleaduchos de las que se habla acá, sino de esos símbolos de poder, de omnipotencia incluso, que son las oficinas de la dirección, las de los grandes de este mundo, ya se trate de directores generales de multinacionales, magnates de las finanzas, de la publicidad o del cine, potentados, nababs o jefes de Estado. En síntesis, el Santo de los Santos, el lugar inaccesible al común de los mortales, donde los que en mayor o menor medida nos gobiernan se sientan detrás de la triple muralla de su secretaria particular, de su puerta acolchada y de su alfombra de pura lana.

Para asumir las abrumadoras responsabilidades que le incumben, el grande de este mundo no tiene realmente necesidad de mucho más que silencio, calma y discreción. Espacio, tal vez, para poder dar cien pasos meditando profundamente. Un interfono, claro, para pedirle a su secretaria que llame a Fulano, que anule a Mengano, que le recuerde su almuerzo con Zutano y su Concorde de las 17 horas, que le traiga Alka Seltzer y que haga venir a Berger. Además, dos o tres sillones para las reuniones cumbre. Pero nada que haga pensar en las duras realidades de la Administración o en los espesos meandros de la Burocracia: ni máquina de escribir, ni ficheros colgantes, abrochadoras, envases de cola o mangas de lustrina (las cuales, dicho sea de paso, ya no deben ser muy comunes en nuestros días). Porque aquí solo se trata de pensar, de concebir, de decidir, de negociar, y eso nada tiene que ver con todas las tareas subalternas que los fieles trabajadores a destajo ejecutarán escrupulosamente en los pisos inferiores.

Será entonces perfectamente lícito imaginar oficinas casi vacías para esos personajes de alto nivel, y tanto más fácilmente cuando los progresos fulminantes de esa ciencia aún balbuciente a la que se bautizó con el horrible nombre de “burótica” permiten ya mismo concebir oficinas sin oficinas en las que todo -o casi todo- podría tratarse por medio de un teléfono y de una terminal de computadora conectados en cualquier parte, en un cuarto de baño, en un yate o en una cabaña de trampero en algún lugar de Alaska.

Con todo, las oficinas de los directores generales y de otros responsables raramente están vacías. Pero aunque los muebles, aparatos, instrumentos y accesorios que contienen no siempre tengan mucho que ver con las funciones que allí se llevan a cabo, obedecen no obstante a una necesidad profunda: la de encarnar, la de representar al Hombre que vive en ellos y que los ha elegido como las marcas mismas de su estado, de su prestigio y de su poder. Antes que ser oficinas, son signos, emblemas, improntas por medio de los que esta Very Important People pretende darles a entender eficazmente a sus interlocutores (y, accesoriamente, a sus colaboradores) que ellos son Very Important People y, como tales, únicos, irremplazables y ejemplares.

A partir de ahí, son posibles innumerables variaciones: entre lo rigurosamente clásico y lo sensatamente moderno, lo estricto y lo superfluo, lo monacal y lo propio del gran señor, el padre de familia y la locomotora, el ojo avisor y el paradigma inglés de la elegancia, el hijo de papá y el trepador, el tipo todo almidonado y el que alguna vez dice haber sido hippy, se podría comenzar a esbozar toda una tipología de las inteligencias superiores (o de las que se consideran como tales) con la sola observación de sus oficinas: ahí donde uno ponga de manifiesto su respeto por los valores milenarios eligiendo un escritorio de marquetería y una biblioteca con vitrinas atestadas de libros encuadernados, otro se las dará de genio entusiasta, tipo Einstein, y llenará su espacio de punching-balls, de historietas, de naipes y de tortugas enanas; un tercero demostrará su sentido de la audacia confiándole el acondicionamiento de su territorio a un diseñador italiano ferviente partidario de los pedestales de basalto, de lava y de acero anodinado; un cuarto dará a entender que su CI es sensiblemente más elevado que la media, dejando caer negligentemente algunas tesis sobre ergódica (1) o plagiología (2); un quinto insinuará que bien podría ser que él fuera un mecenas al colgar en un buen lugar una tela de Max Ernst, salvo que ponga en evidencia las medallas y títulos obtenidos por su firma, el retrato del abuelo fundador de la empresa o la barracuda de 71 libras que trajo en 1976 desde Santo Domingo.

Hay oficinas severas y oficinas bonachonas, oficinas laboratorio donde la “encimera” es una inmensa superficie de metal gris adornada con algunos botones que permiten que aparezcan, como por arte de magia, chucherías dignas de James Bond; oficinas coquetas, oficinas señoriales; oficinas piadosamente viejas, símil retro, falsamente rococó; oficinas cargadas de años, oficinas imponentes, oficinas acogedoras, oficinas súper frías...

Pero ya sea que privilegien el orden o el desorden, lo útil o lo fútil, lo grandioso o lo fácil de llevar, todas son para los grandes de ese mundo el espacio mismo de su poder: es de esas oficinas de acero, de vidrio o de maderas raras, desde donde los directores generales lanzarán sus OPA (3) decisivas, desde donde los reyes del gruyère partirán al asalto de los magnates de los bolígrafos, desde donde los barones belgas se comerán crudos a los cerveceros bávaros, desde donde CBS comprará NBC, TWA KLM e IBM ITT... Y así seguirá el mundo, y por mucho mucho tiempo, hasta que un día, desde el fondo de una de esas oficinas silenciosas y herméticas, una mano, apoyándose en un botoncito rojo, no desencadena algún acontecimiento estúpido... 

 Notas (1) La teoría ergódica es el estudio matemático del comportamien­ to promedio de largo plazo de los sistemas dinámicos.
 (2) La plagiología es la rama de las ciencias o tecnologías de la edu­ cación y la documentación que versa sobre el fenómeno de la copia ilegítima en la enseñanza. 
(3) Oferta Pública de Adquisición (de valores o acciones). 


“El santo de los santos”, de Georges Perec

 en Lo infraordinario, 2013 - del blog: descontexto.