Aragena era un planeta edificado en el interior, pues su rey, Metamérico, se extendía en un plano ecuatorial que abarcaba trescientos setenta grados y de ese modo rodeaba totalmente su Estado, siendo no sólo su señor, sino también su protección; con objeto de salvaguardar a sus súbditos, los enteritas, de las invasiones cósmicas, ordenó que nadie ni nada se moviera, ni siquiera un guijarro, sobre la superficie del globo. De manera que el territorio de Aragena parecía salvaje y muerto, y solamente los rayos recortaban el espinazo de silicio de los montes y los meteoros horadaban los continentes de cráteres.
Sin embargo, a diez millas por debajo de la superficie bullía la actividad de los enteritas; minando y socavando el planeta, llenaban sus amplias galerías con jardines de cristal y ciudades de oro y plata; levantaban las casas al revés, en forma de dodecaedros y de icosaedros, y construían unos palacios hiperbólicos en cuyas cúpulas deslumbrantes uno podía contemplarse, con su imagen multiplicada veinte mil veces, lo mismo que en un teatro de gigantes. Pues los enteritas eran muy aficionados a los reflejos y la geometría y tenían excelentes constructores.
Un sistema de tuberías llevaba la luz a las entrañas del planeta, filtrándola a través de las esmeraldas, diamantes o rubíes, y así disponían de una luz de alba, de mediodía de rosado crepúsculo; y estaban tan enamorados de sus propias formas que todo su mundo estaba lleno de espejos; tenían unos vehículos cristalinos, movidos por el hálito de gases ardientes, sin ventanas, pues eran totalmente transparentes y al viajar podían contemplarse reflejados en la cúspide de los palacios y los templos, con una imagen maravillosamente multiplicada y fugaz, tangencial e irisada. Parecían incluso su propio cielo, en el que prendidos de telarañas de molibdeno y vanadio relucían esplendorosamente los rubíes y cristales de roca que cultivaban en el fuego.
El rey Metamérico era hereditario y eterno a la vez, pues poseía un hermoso cuerpo de múltiples elementos, en el primero de los cuales se alojaba su entendimiento; cuando éste envejecía al cabo de miles de años, cuando ya se había desgastado la red cristalina de su mente, asumía el poder el siguiente elemento, y así sucesivamente, pues tenía diez mil millones de repuesto.
Metamérico era el descendiente de los aurígenos, que nunca llegó a conocer, y sólo sabía de ellos que cuando corrían el peligro de desaparecer a manos de ciertas criaturas espantosas aficionadas a la cosmonáutica que atacaron su planeta, los aurígenos encerraron todo su saber y su ansia de vivir en unos granos atómicos microscópicos, que fecundaron con la gleba rocosa de Aragena. Le dieron ese nombre porque les recordaba a sí mismos, pero no dejaron en sus rocas ninguna huella de armas para no atraer con ellas y poner sobre su pista a. sus crueles perseguidores. Todos murieron, salvo uno, pero cayeron con el consuelo de saber que sus enemigos, llamados blancos o paliduchos, no imaginaban que habían dejado con vida a una de sus víctimas, convencidos de haberlos aniquilado a todos.
Los enteritas que nacieron de Metamérico no compartían su conocimiento sobre el extraordinario origen de su raza, pues la historia del terrible final de los aurígenos y del comienzo de los enteritas estaba escrita en un antiquísimo y negro cristal volcánico escondido en el mismo núcleo del planeta.
En las profundidades del suelo rocoso y magnético que los valientes constructores excavaban, ampliando su reino subterráneo, Metamérico ordenó fabricar una serie de asteroides que lanzaron al espacio, describiendo un círculo infernal alrededor del planeta y defendiendo sus accesos. Los navegantes cósmicos evitaban así aquellos parajes denominados del Negro Rechinar, pues las gigantescas moles voladoras de basalto y de porfirio chocaban incesantemente entre sí, originando un enorme torrente de meteoros; de allí era de donde surgían todas las cabezas de cometas, todos los bólidos y asteroides rocosos que llenaban de polvo el sistema del Escorpión.
Los meteoros caían como avalanchas de piedra sobre la superficie de Aragena, bombardeándola, abriendo grandes surcos y manantiales ardientes que transformaban con sus erupciones las noches en días y los días en noches con sus nubes de polvo. Sin embargo, no llegaba el más mínimo temblor hasta el país de los enteritas.
El que se atrevía a acercarse al planeta contemplaba, si antes su nave no se estrellaba en un torbellino rocoso, un globo pedregoso semejante a un cráneo agujereado por los cráteres. Incluso la puerta que conducía al subsuelo había sido construida por los enteritas a semejanza de unas rocas resquebrajadas.
Durante miles de años nadie visitó el planeta; pero Metamérico no relajaba su severa vigilancia por un segundo. Cierto día, un grupo de enteritas que había salido a la superficie descubrió algo parecido a una copa o un cáliz gigantesco, clavado en un montón de rocas y cuya destrozada concavidad, vuelta hacia el cielo, estaba agujereada en varios sitios.
Inmediatamente se trasladaron al lugar los expertos en astronáutica, quienes dictaminaron que se trataba de los restos de una nave estelar extranjera de procedencia desconocida. La nave era muy grande. Al acercarse pudieron ver que tenía la forma alargada y esbelta de un cilindro, con la proa hundida en las rocas y toda ella recubierta de una capa de pintura y hollín; y su popa estaba construida de tal manera que recordaba, con su forma de copa o de cáliz, las bóvedas más grandes de los palacios subterráneos.
Trajeron de debajo de la tierra unas máquinas provistas de enormes tenazas, que con gran cuidado extrajeron la misteriosa nave del lugar donde se había estrellado y la llevaron al subsuelo. Luego, un grupo de enteritas aplanó y niveló el cráter abierto por la proa de la nave para borrar toda huella del choque de la superficie del planeta, y volvieron a cerrar la puerta de basalto.
El casco de la nave, ennegrecido como si hubiera ardido en el carbón, yacía en la sala principal de investigación, provista de gran cantidad de luces; los investigadores enfocaban sobre su superficie refulgente los más claros cristales y con un durísimo diamante perforaron la coraza exterior; debajo de ésta encontraron una segunda, de un raro blancor que los asustó un poco, y, después de haberse perforado esta segunda coraza con un taladro de carburo de silicio se encontraron con una tercera impenetrable y en la que había una puerta hermética que no supieron abrir.
El sabio más anciano, Afinor, examinó cuidadosamente la cerradura de la puerta y descubrió que para abrirla había que, pronunciar cierta palabra. Pero no la conocían ni tenían forma de deducirla. Durante largo rato probaron con varias palabras, tales como «cosmos», «estrellas», «travesía», pero la puerta ni se estremeció.
- No sé si es correcto que tratemos de abrir esta nave sin saberlo el rey Metamérico - dijo por fin Afinor -. De niño escuché una leyenda sobre unos seres blancos que perseguían cualquier forma de vida nacida del metal por todo el Universo, sembrando el exterminio por venganza...
Afinor se interrumpió bruscamente y junto con los demás contempló con espanto la blanca coraza de la nave, pues al pronunciar la última palabra la puerta se estremeció de pronto y se abrió sobre sus goznes. La palabra que la había abierto era la de «venganza».
Los sabios llamaron a los guerreros, quienes tan pronto como llegaron apuntaron sus lanzachispas hacia las tenebrosas profundidades de la nave, iluminándola con sus cristales azules y blancos.
La maquinaria de la nave estaba casi totalmente destrozada; anduvieron largo tiempo entre las ruinas, buscando a la tripulación, pero sin encontrarla ni descubrir ninguna huella de la misma. Entonces consideraron los sabios que aquella nave no era ninguna criatura racional, aunque las había tan grandes y aún mayores, pues la reina de tales naves pensantes era mil veces mayor que la que estaban contemplando. Sin embargo, los nudos de la mente eléctrica que lograron descubrir eran muy simples y dispersos; por consiguiente, aquella nave extranjera no podía ser más que una máquina voladora y sin tripulación, tan inerte como una piedra.
En un rincón de la cubierta, junto a la pared acorazada, los investigadores encontraron un charco como de pintura que parecía roja y que manchó sus plateados dedos al tocarla; de dicho charco sacaron unos jirones de una desconocida vestimenta, húmeda y roja, así como unos fragmentos duros y calizos. Sin saber por qué, todos los que allí se encontraban, en medio de las tinieblas taladradas por los cristales luminosos, sintieron un gran terror.
Pero el rey ya se había enterado del hecho; inmediatamente acudieron sus mensajeros con la orden tajante de destruir la nave extranjera con todo lo que contenía, y sobre todo el rey mandó entregar a los astronautas forasteros al fuego atómico.
Los investigadores replicaron que dentro de aquella nave no había nadie, sino sólo piezas destrozadas, entrañas de metal y unos restos polvorientos de pintura roja que manchaba. El mensajero del rey se estremeció y ordenó encender inmediatamente la hoguera atómica.
- ¡En nombre del rey! - ordenó -. Ese color rojo que habéis encontrado es un presagio de la muerte blanca, que no conoce otra cosa más que la venganza sobre los inocentes por el solo hecho de existir.
- Si era la muerte blanca, ya no nos amenaza, pues la nave está muerta y con ella todos los que la tripulaban murieron en el cinturón de arrecifes protectores - replicaron los sabios.
- El poder de esos paliduchos es inmenso, pues cuando mueren suelen resucitar
mucho más fuertes. - Y el mensajero del rey ordenó -: ¡Atomistas, cumplid con vuestro deber!
Al oír esas palabras, los sabios y los investigadores se espantaron. Pues no creían en la profecía de exterminio por antojárseles que aquello era realmente imposible. Así que extrajeron toda la nave del lugar, destrozándola en los yunques de platino, y cuando quedó descuartizada la sometieron a la dura irradiación que la convirtió en miríadas de átomos volátiles, que callan eternamente, puesto que. los átomos no tienen ninguna historia al ser todos iguales, tanto los que proceden de las estrellas más poderosas como de los planetas muertos; o de los seres inteligentes, buenos o malos; pues la materia es una en todo el cosmos y no cabe asustarse ante ella.
Sin embargo, agarraron incluso aquellos átomos, los congelaron en un solo bloque, lo lanzaron hacia las estrellas y sólo entonces dijeron con alivio:
- Estamos salvados. Nada saldrá jamás de ahí.
- Por ahora estamos salvados. Nada saldrá jamás de ahí.
Pero cuando los martillos de platino estaban golpeando la nave y ésta se deshacía, de un jirón de ropa manchado de sangre, un germen invisible cayó de una costura descosida; ese germen era tan diminuto que un solo grano de arena podía cubrir a cien como aquél. Y de ese germen se incubó en la noche, con el hollín y el polvo, un blanco cáliz en las cavernas rocosas; y de él surgieron el segundo, el tercero, centenares...y luego de ellos manó el oxígeno y la humedad, y la herrumbre se abatió sobre las refulgentes losas de las ciudades, y sé entrelazaron los hilos impalpables incubados en las frías entrañas de los enteritas, de forma que cuando despertaron ya llevaban la muerte encima.
Antes de un año, todos yacían unos junto a otros. Las máquinas se detuvieron en las cavernas, se apagaron las llamas de cristal, una lepra parda cubrió las cúpulas relucientes y cuando el último calor atómico se volatilizó, cayeron las tinieblas por las que, atravesando los crujientes esqueletos, penetrando en los herrumbrosos cráneos, hormigueando en las apagadas órbitas, iba extendiéndose el moho velloso y húmedo de la muerte blanca.
Stanislaw Lew - la muerte blanca
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